El deseo como forma de apropiación del objeto es el eje de este recorrido por la obra del hombre que cambió el arte para siempre.
Fue un soleado sábado de abril de 1973, a mediodía. Desde Radio  Colonia, la voz de Ariel Delgado trajo la noticia. Parafraseando a  Neruda, fue como un golpe de océano. Picasso había muerto. Luego, el  silencio, el estupor de las cosas. ¿Cómo sería el mundo sin este creador  que había marcado a fuego el siglo veinte y que con "Las señoritas de  Avignon" había dado una definitiva vuelta de página en la historia del  arte? Difícil imaginarlo, en ese momento. El mundo siguió andando, es  cierto. Y el arte también: nuevas búsquedas, otros caminos más  complejos. Pero Picasso no envejece. Es que en aquel lejano 1907 la  fragmentación de la mirada y la ruptura del punto de vista único  renacentista, que dieron origen al cubismo, significó una transformación  copernicana en la que el tema de la pintura pasó a ser la pintura  misma. El arte sería en adelante, su propio objeto. Una realidad  autónoma inaugurando el reino de la libertad.
Eso se respira al  recorrer las 62 obras que se exhiben en Caseros, en el Museo de la  Universidad de Tres de Febrero. La vitalidad arrolladora de Picasso, el  permanente hurgar en las formas, incluso cuando a fines de los años  veinte inicia lo que se conoce como su período clásico, tan presente en  estos trabajos en papel, llevan siempre la impronta revolucionaria del  cubismo. Ya no sólo como procedimiento en la desarticulación de las  formas, sino como una escritura, una forma de hacer, de respirar. La  mirada del deseo, tal el título de la muestra, tiene un eje  temático: el cuerpo y esa mirada, la de Picasso, que lo envuelve con su  pulsión. Más allá de toda consideración formal –y hay mucho para  escribir al respecto– esa pulsión de vida atrapa la del espectador. La  línea se vuelve cuerpo, mujer, niño, saltimbanqui; convertida en estela  del deseo, perfora la percepción, la interpela, la subyuga.
Hace  22 años, el Ayuntamiento de Málaga adquirió el edificio de cinco  plantas, en uno de cuyos epartamentos nació y vivió con su familia hasta  fines del siglo XIX. Ahí se instaló la Fundación Pablo Ruiz  Picasso-Casa Natal, dedicada en un comienzo a reunir y ordenar la  inagotable documentación dispersa en el mundo. Con el tiempo, comenzó a  adquirir obras, centrándose en su producción gráfica, dibujos, libros  que ilustró y cerámicas. Hoy, el patrimonio alcanza 866 piezas, entre  ellas, 45 libros, 223 litografías y 84 dibujos.
El recorte  propuesto por Lourdes Moreno, directora de la Fundación y curadora de la  muestra con Diana Weschler, sigue una secuencia en que la idea del  "deseo" puede verse "como forma de apropiación del objeto" desde un hilo  conductor que es el cuerpo humano, preferentemente femenino. La mujer  excede su condición de género y es, en Picasso, una suerte de axis  mundi alrededor del cual organiza distintos ejes recurrentes a lo  largo de su obra.
La mujer-modelo como nexo entre la mirada del  creador y la obra creada, convertida en signo es un tema que lo  obsesiona y donde a menudo se coloca como un voyeur de sí  mismo. Lo observado está en un permanente juego de espejos. Picasso  escarba una y otra vez en esta idea-fuerza. De "Salomé" (1905) al  "Taller del viejo pintor" (1954), hay infinitas variaciones con citas de  los mitos del mundo greco-romano u obras de otros artistas, esos que  reverencia. Maravillosa punta seca sobre cobre, "Salomé" es  cronológicamente la pieza que abre el recorrido.
Picasso  comprime el relato bíblico en una única escena. Ya desnuda, concluyendo  la sensual danza de los siete velos, Salomé traza una poderosa diagonal  que une la mirada atenta de Herodes y la cabeza ya sacrificada de San  Juan Bautista reposando en la falda de la esclava nubia, en un  envolvente ritual de miradas. La mirada. El deseo. En esa línea puede  verse "El almuerzo sobre la hierba", según Manet, linograbado de 1962.  El irreverente lienzo de Manet, que escandalizó en su momento y fue  confinado por el propio emperador al Salón de los Rechazados, colocaba  en el centro de la escena a una joven desnuda rodeada por cuatro  caballeros elegantemente vestidos. El sinsentido era evidente. Y  provocativo. Como si sacara a luz la tremenda carga erótica contenida en  ese bucólico escenario, Picasso lo transfigura en un sensual juego de  arabescos que enlaza las figuras, recorre como una serpentina toda la  superficie de la plancha a punto de salirse de sus márgenes. Todo es  orgásmico en esta obra maestra.
Entre las muchas perlas de esta  muestra, deslumbra la serie de dieciséis planchas titulada Dos  mujeres desnudas, realizada entre noviembre de 1945 y febrero  de 1946. Las series, según el propio Picasso, le permitían dejar  testimonio de la obra como un proceso de decantación formal. Aquí  aparecen dos de sus esposas: Dora Maar, recostada a todo lo largo de la  secuencia, y Francoise Gilot, para entonces su más reciente pareja,  sentada en gesto altivo. Mientras Dora, que remite a las figuras de  Tiziano o Giorgone, permanece inalterada, Francoise va rotando y los  trazos se vuelven cada vez más sintéticos hasta que a partir de la  octava plancha ambas mujeres se liberan de todo accesorio narrativo para  ser puro signo formal, enhebrado en un acompasado juego de líneas.
Esa  danza tiene un ritmo que no da respiro a todo lo largo del fascinante  recorrido por el mundo de Picasso.
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