domingo, 20 de junio de 2010

La oportunidad y el asombro

Con una estructura propia de una exhibición condenada a las giras internacionales, Picasso. La mirada del deseo llegó a la Universidad de Tres de Febrero, en Caseros, ofreciendo un recorrido tan básico como revelador.

Por: Franco Torchia

MIRADA. En este video, Diana Weschler, coordinadora académica de la muestra, recorre parte de la misma con Ñ digital.

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Tiene ocho capítulos. Tiene más de sesenta obras. Tiene en exposición una, dos, diez, treinta mujeres que son una misma, otra, una más y finalmente dos solas. Tiene, por un lado, una curadora española demasiado habituada a organizarla (Lourdes Moreno, directora de la Fundación Pablo Ruiz Picasso-Casa Natal de Málaga) y, por el otro, una coordinadora argentina poderosa y necesaria (Diana Weschler, investigadora del CONICET y directora de la Maestría en Curaduría y en Artes Visuales de la Universidad de Tres de Febrero). Así, la muestra Picasso. La mirada del deseo resulta doblemente oportuna: importa, en principio, por sí misma; e importa también por la tentación de interpretar esa zona de la producción del artista más allá del simplismo expositivo con el que arribó a territorio bonaerense.

Decir mirada, decir Picasso, decir deseo y agrupar dibujos, grabados y gigantografías sobre el cuerpo femenino, la mujer, los amores verdaderos y los modos falsos de representar la percepción que el clasicismo impuso es, por lo menos, elemental. Sin embargo, la exhibición del Museo de la Universidad de Tres de Febrero -que en contra de lo que algunos cronistas afirman, no acaba de abrir sus puertas, sino que lleva ya ocho años de vida- permite acceder a un conjunto de obras capaces de intentar una respuesta a la pregunta que para Diana Weschler atraviesa al gigante del cubismo: "¿Por qué Picasso es Picasso?" Picasso es Picasso, por ejemplo, por esa conciencia creadora que, justamente, no guarda ninguna relación con los biografemas que la propuesta oficial de la muestra busca establecer. Como dirá luego Weschler: "Picasso es Picasso, entre otros cosas, porque detrás de él hay mucho trabajo". Por ende, como ocurre con cualquier otro episodio en la fábula de un artista genio, la obsesión personal es una de las (por lo menos) dos formas de prologar la exposición. La otra, está claro, es la de intentar consignar, recorriendo las tres salas, apuntes para el esclarecimiento de un método constructivo mucho más revulsivo que las famosas tempestades personales del artista.

Si el eterno femenino cansa, la exposición compensa ese hastío al proponer una última escala - la zona de las Dos mujeres desnudas –. Porque si hasta ese momento la mujer deseada no era más que un objeto mil veces representado, las obras del final refieren a Dora Maar y Françoise Gilot, señaladas como los dos grandes amores del artista. Toda una clave, entonces, porque ellas, a diferencia de las otras innominadas, aparecen frontalmente expuestas. Son propias. Están cerca. Un ideologema insoslayable. Nada menor, entonces. Nada menor.

En la videonota que acompaña este texto, Weschler aporta una visión que evidencia el ánimo pedagógico de la institución, que encara un programa educativo con actividades especiales y visitas guiadas. Un trasfondo de las muestras que el periodismo especializado se empeña en ignorar, y en el que ocurre algo, mucho, y diferente, tan diferente a la inhibición de las salas que un único acercamiento al momento bastaría para decretar el silencio y trabajar en serio por el futuro de la reseña cultural y su razón de ser en el siglo XXI.

Si el desembarco de Picasso en Caseros y no el desembarco de este Picasso expuesto de esta manera en Caseros, provincia de Buenos Aires - suscita preguntas obvias en esa periferia tan céntrica que es la crítica homologada - la muestra se vuelve acontecimiento. Porque ciertamente Picasso. La mirada del deseo no problematiza. Una condición que no clausura la experiencia personal de un visitante y su eventual asombro. Por la negativa o desde la celebración, Picasso en Caseros vale tanto como Fernanda Laguna en Villa Fiorito. A menos, claro, que algunos sigan creyendo en esa alta cultura europea de la que, se supone, ya descreían.

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