En los nuevos trabajos que expone en Vasari, Josefina Robirosa retoma los ritmos que fueron un rasgo de su obra desde sus inicios. Pero ahora, para evocar un clima febril de metrópolis agitada.
Por: Ana María Battistozzi
Dice que una hamaca paraguaya le ha ocupado por completo la cabeza. Que finalmente ha encontrado el sentido de la vida en hacer fiaca. Y con sólo mirar alrededor en las paredes de la galería Vasari, donde cuelgan más de quince pinturas de su producción de este año, uno no puede menos que desconfiar de tal afirmación.
Ocurre que Josefina Robirosa ha desarrollado la curiosa teoría de que pintar es lo mismo que hacer fiaca, entendido esto último como dejar que la mente se abandone a esa hamaca paraguaya que la ocupa para que las formas y colores que el espectador tiene ante sí fluyan como pura energía o puro aire. Así es Puro aire, el nombre que lleva esta muestra, en la intención que la represente cabalmente. Nadie le podrá negar cierto tono evanescente: formas y tonalidades dispersas que parecieran articularse en un orden precario y están a punto de desaparecer o transformarse en otra cosa ante una distracción del espectador.
Antiguos dibujos, alguna vez concebidos como diseños de corbata, se han deslizado como fondos de estas pinturas y es inevitable rastrear además otras formas, acaso extraviadas en los diversos itinerarios que recorrió la producción de la artista desde 1955. Formas de ese decurso de memoria que afloran, desaparecen y antes de que la mirada las fije se desbaratan. Tal vez por eso la artista sale a rescatarlas, como esa carita en la que creyó descubrir a su primer nieto en la maraña de trazos de fondo y corrió a marcar ese inesperado protagonismo.
"Las mejores son las blancas –afirma como disculpándose por un par de deslices figurativos en sus pinturas que parecieran no hacer adecuada justicia a su propia historia–. No quise que fueran figuras, simplemente se fueron armando", susurra con picardía.
No cabe duda que esta serie se encuentra animada por la memoria de antiguos trabajos, pinturas sobre tela o papel de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, en los que la figuración se ha extraviado o apenas se hacía presente, se diría que saboteada por el sistema de fragmentaciones que la afectó desde la conmoción del op art.
Es evidente por otro lado que en estas pinturas que presenta ahora en Vasari, Robirosa retoma un comportamiento de ritmos que tuvo su obra desde que empezó a pintar y pareciera haber suspendido en sus series inmediatamente anteriores, las frondas y los galpones. Esto es lo que ella misma afirma y sus telas realmente no desmienten.
De allí también que éstas evoquen ahora un clima febril de ritmos urbanos. Clima de metrópolis agitada, con edificios, calles y autopistas que se cruzan y adoptan escrituras entreveradas en superposiciones múltiples que emulan esa jerga tan particular propia de los grafiti.
Todo esto no hace sino poner en escena la aguda percepción del espacio que ha caracterizado desde siempre la obra de esta artista. Cómo llega a inventarlo en ese territorio de desafíos múltiples que es la tela en blanco y fundamentalmente cómo asume su desarrollo a partir de los elementos determinantes del plano.
Esta serie intenta aludir a la energía, una cuestión que la preocupa desde hace tiempo en tanto fuerza y comportamiento y lo hace en la forma de un flujo de fragmentos que se agrupan y se eluden entre sí. La energía es algo que desde comienzos del siglo XX al presente ha inquietado a muchos artistas. Muchos la quisieron aprehender como tal y muchos intentaron interpretarla en alguna forma visual. En ese sentido, Josefina Robirosa no inventa nada nuevo. Acaso sólo retoma una excusa poética para apresar lo inasible
En la exhibición antológica que presentó en 2002 en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, acompañaba su más reciente producción de entonces –la serie de Galpones o simplemente Estructura–, con un recorrido que abonaba ciertas tensiones entre pasado y presente y también entre abstracción y figuración. La dimensión de la figura humana en aquellas pinturas que evocaban galpones industriales vacíos, había sido empequeñecida al extremo y las construcciones que forman parte de la trama en que se insertaba, se abatían sobre ella en dramáticos contrastes de luces filtradas y sombras.
Pero un día emprendió el giro hacia lo que hoy nos ocupa. Se dijo: "Basta de literatura, quiero hacer un ejercicio de espontaneidad que manifieste la sabiduría que uno tiene y no conoce".
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