sábado, 5 de junio de 2010

La parálisis de la crítica

Complaciente, perezosa, acomodaticia. Así define Gonzalo Garcés a las reseñas literarias en español y traza una radiografía de los defectos y las virtudes del análisis de libros. Opina Martín Kohan.

Por: Gonzálo Garcés

SCOTT: “Aquellos de nosotros que somos menos modestos que Frank nos complacemos en proclamarlo un Hombre Representativo, un Héroe Cotidiano, un reluciente ejemplar del Gran Cualunque Americano.”

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Yo leo crítica literaria para divertirme. Encuentro que la reseña, como género, no está muy por debajo del cuento o el ensayo. Dicho esto, las reseñas que leo por placer están casi siem­pre en inglés. Alguien dirá que soy un esnob. Es una posibilidad. Pe­ro cualquiera que conozca el New York Times Review of Books, o el New Yorker, entiende que la razón es otra. La verdad es que la crítica en español, con excepciones, es aburrida. Con esto quiero decir: complaciente, perezosa, acomo­daticia. En inglés a veces también es estas cosas, pero en conjunto no. ¿Por qué?

Aclaro que la reseña en caste­llano no es, hasta donde llega mi conocimiento, la peor del mundo. Esa palma le toca a Francia, donde la prosa de cotillón, el provincia­nismo y el amiguismo la vuelven derechamente ilegible. En Francia, la reseña suele consistir en una re­capitulación mimosa de la carrera del autor y una descripción lírica del libro. Si el escritor es hombre, el reseñista puede decir cosas como: "Noguez lava sus textos a noventa grados." Si es mujer, que su pluma "acaricia, como las uñas antes de arañar." Los dispositivos preferidos son la clasificación en seudocategorías ("Guyotat pone en juego una teología del deseo"), la banalidad en forma de díptico ("Nothomb impone su propia concepción del mundo, con una desenvoltura que contrasta con la profundidad del tema") y el gui­ñote culto ("Una novela que nos pone cara a cara con el Otro"). Por otro lado, está la crítica en profon­deur ; es peor. Ahí la obra desapare­ce bajo los escombros de la teoría posestructuralista, y de allá abajo no hay rescate posible.

En España, la crítica suele ser igual de descerebrada, pero al menos tiene el encanto de lo rús­tico. Después del amaneramiento francés, reconforta leer al agrama­tical Francisco Solano (quien, en una reseña reciente, elogia a Ju­lian Barnes por escribir "con una completa desconfianza al estilo so­lemne") o al hilarante Ricardo Se­nabre, que termina todas sus rese­ñas con una andanada de correc­ciones escolares. Uno casi puede oír el acento de maestro rural, esti­lo Amanece que no es poco , cuan­do Senabre deplora en una novela "ciertos anglicismos de moda", asevera que no debe decirse "no sufras" sino "no te preocupes", y termina despachando al autor con una palmadita en el hombro: hala, ahora a jugar, chaval, y no hagas trastadas. En la Argentina, la barra está colocada un poco más alto. Al menos suele haber cierta noción de historia literaria, cierta idea de que un libro debería situarse en un contexto. Pero, a la hora de la verdad, la crítica argentina padece las mismas taras que la española. Es chirle; casi nunca transmite la impresión de que hay algo impor­tante en juego.

En este punto, supongo, se podría protestar que en España y Latinoamérica hay críticos admi­rables. Los hay, por supuesto. A los nombres evidentes (Domín­guez Michael, Faverón, Carrión, Gandolfo) podría agregar otros menos conocidos (Walter Cassa­ra, Osvaldo Gallone). Pero no se trata de eso. Es en las constantes donde se manifiesta el estado de la cultura. Y el hecho es que cier­tas nociones, y sobre todo ciertas inhibiciones, hacen de la crítica en castellano algo más débil de lo que podría ser.

¿Quién te creés?

¿Qué autoriza al crítico a decir lo que dice? Robert Musil escribió (y a Ignacio Echevarría le gusta repe­tirlo) que la autoridad del crítico le viene de la capacidad de tener ra­zón. Muy bien. ¿Pero razón sobre qué? Se puede tener razón al decir que un libro es malo, pero eso no basta para hacer interesante una reseña. Ahora bien, los críticos españoles establecidos –cuando no están adulando abyectamente a un autor publicado por el mis­mo grupo editorial del diario que les paga el sueldo–, están intere­sados en una sola cosa: el control de calidad.

A tono con esa suerte de servi­cio de protección al consumidor, usan esos modismos que suelen dar un aire tan cómicamente al­midonado a los suplementos espa­ñoles: "Echase en falta una mayor agilidad..." "No se puede en modo alguno aprobar..." A propósito de esfuerzos ridículos por esconder la propia subjetividad, me acuerdo de un compañero de colegio que una vez, jugando a las escondidas, cuando lo descubrieron gritó: ¡No, yo no estoy acá! Si eso fue motivo de risa durante toda la primaria, no veo por qué merece menos quien intenta ganar autoridad desapareciendo detrás de la figura pétrea del Custodio de la Cultura.

Pero su par argentino no lo hace mucho mejor. Es curioso cómo, partiendo de un tono muy distinto, termina por causar un efecto bastante similar. El crítico argentino típico se reconoce por un rasgo: no critica. Si formula reparos, lo hace sobre el final y co­mo por cumplir, se queja de la fal­ta de agilidad de algún diálogo o la insuficiente definición de un per­sonaje, y nunca como problema a indagar. Por lo demás, procura ex­poner lo que cree la intención de la obra, omitiendo cuanto puede los juicios de valor. Si la autoridad a la que aspira el crítico español es la del árbitro del gusto, la que bus­ca el argentino está más ligada a cierta pretensión positivista, la au­toridad del profesor. Este modelo también tiene sus peligros.

¿Cómo construye sus reseñas el crítico argentino? Típicamen­te, el primer párrafo anuncia la "propuesta". Se hace una des­cripción del estilo, se menciona una tendencia general en la que se inscribe o se parafrasea una de las escenas. Leemos: "La saga familiar parece haberse vuelto una tradición literaria hindú..." (Nina Jäger, Página/12, para in­troducir una novela de Anuradha Roy). "Escenas breves, mínimas iluminaciones y un estilo seco, despojado." (Susana Rosano, Ñ, para introducir un libro de Ja­mes Salter). "Alonso Cueto [...] profundiza en las ramificacio­nes de la culpa y la persistencia del pasado." (Clara Albertengo, ADN cultura). En la revista onli­ne El Interpretador, una reseña de un libro de Alan Pauls, firma­da por Micaela Cuesta y Mariano Zarowsky, se abre con una cita de Rodolfo Walsh: "Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante".

Nada que objetar a todo esto. El malestar empieza al compro­bar que el autor de la reseña no procede a examinar en qué medi­da esas propuestas o modelos tu­telares se realizan, o no. Hablo de la falta de una estructura retórica ("Parece que hay esto; ¿es lo que parece?") que, aunque no hiciera otra cosa, ofrecería una ilusión de indagación en acto; pero en rea­lidad ofrece mucho más. Parece mentira que haga falta recordar­lo, pero en política, en arte, en el mercado, en el sexo, las relacio­nes de poder están marcadas por el intento de unos por parecer al­go, y el intento simétrico de otros por discernir la verdad detrás de esa apariencia. Barthes escribió que la función de la escritura no es sólo comunicar o expresar, sino imponer "un más allá del lenguaje que es al mismo tiem­po la Historia y el partido que to­mamos en ella." ¿Y cuál sería la primera función del crítico, si no es discernir ese partido tomado que la escritura delata, pero que el escritor prefiere ocultar, o de­rechamente ignora?

Pero el crítico promedio en este país, por alguna razón, se prohíbe especular sobre las in­tenciones del autor (o la genera­ción, o el género sexual, o la clase social, o el grupo editorial) acti­vas detrás del libro. Hace como si la intención o el anuncio o el programa fuera lo mismo que el resultado. En el desarrollo de las reseñas que cité antes, resulta que el libro de Cueto, en efecto, profundiza en las ramificaciones, que la novela de Roy es en efecto una saga familiar, que los cuen­tos de Salter en efecto son secos y despojados, y que la novela de Pauls, en efecto, responde bas­tante bien a la frase de Walsh. ¿Y cómo iba a ser de otro modo, si todo el esfuerzo del crítico estuvo consagrado a afirmar esas relacio­nes? Es como buscarle formas a las constelaciones y después feli­citarse de haber descubierto que en el cielo hay un centauro.

Como se ve, esto excluye toda posibilidad de hacer crítica real. Si el crítico cree que toda su mi­sión consiste en glosar la forma en que la obra ilustra una consig­na formulada por un prócer lite­rario, o las supuestas intenciones del autor, entonces tiene todo el interés del mundo en ayudar ac­tivamente al libro a rendir, como frutos esperados, esas ilustra­ciones. Esto se llama colusión de intereses. El libro le provee al crítico la ocasión de mostrar su buena formación, y éste, a cam­bio, lo presenta como un arte­facto inobjetable, sin fisuras, un sistema de correspondencias tan perfecto como un crucigrama re­suelto o un dibujo de Pictionary . No digo nada de lo apasionante que resulta, presentada de esta forma, la literatura.

Dos versiones de Ford

Quizá no es necesario que sea así. Tengo a mano dos reseñas de la novela Acción de gracias , de Richard Ford. La primera apare­ció en el diario español El Mundo y la firma José Antonio Gurpegui; la otra la escribió A.O. Scott para el New York Times.

La reseña de Gurpegui es re­presentativa. Desde la primera frase descarta la crítica en favor del cholulaje: "Richard Ford fue uno de los invitados estrella du­rante la última edición de la feria de Francfort." Siguen tres párra­fos de sinopsis; en el cuarto, se afirma que cierta frase del pro­tagonista de Acción de Gracias "podía haberla pronunciado el inefable Conejo Armstrong de Updike, o el singular Nat Zucker­man de Philip Roth". Que Ford se parece a Roth y Updike es una de esas ideas que corren por las redacciones y se repiten a falta de opiniones propias. Gurpegui no intenta someterla a examen. So­bre el final, advierte que hay en la novela personajes "que plantean complejos interrogantes": se re­fiere al tibetano Mike Mahoney. Dicho lo cual, cambia de tema. Por lo visto, los interrogantes son tan complejos que mejor ni tocarlos.
Son 706 palabras. No hay una que no pudiera estar en la solapa del libro.

La reseña de Scott toca casi los mismos puntos que Gurpegui. Pero ahí donde el español repro­duce acríticamente, Scott indaga. En realidad, basta el primer pá­rrafo para establecer –y, de nue­vo, no hay crítica sin esto– que estamos ante un problema. Scott cita del libro: "Ojalá pudiera decir que tengo una fórmula para con­vertir la cualidad de lo grande en pequeño." Esta frase resume una voluntad muy presente en la no­vela: presentar lo cotidiano como lo que vale la pena narrar de la experiencia humana. Frank Bas­combe, el protagonista, insiste en presentarse como un tipo nor­mal. Scott toma nota, pero duda. En la práctica —dice—, el autor amplía hasta lo monumental lo que normalmente sería pequeño. Cada sándwich que se come, cada subida a la autopista, está tratada como un hecho épico. Pese a las protestas de normalidad, el mun­do de Frank tiende al gigantismo. Scott nota que esto puede ser ha­lagador para los lectores, que se encuentran, al mismo tiempo, con un personaje excepcional y con permiso para considerarlo como su igual:
"Aquellos de nosotros que so­mos menos modestos que Frank nos complacemos en proclamar­lo un Hombre Representativo, un Héroe Cotidiano, un reluciente ejemplar del Gran Cualunque Americano."

En menos de una página te­nemos una discusión en marcha acerca de la identidad colectiva, los arquetipos nacionales, la no­ción consensual de "normalidad" y los juegos más o menos dies­tros que un escritor puede inten­tar a partir de esto. Sería absurdo sostener que esto agota lo que una reseña puede hacer; decir que no resulta más estimulante que el ejercicio publicado por el español sería mala fe.

Por otra parte, la reseña de Scott pone de manifiesto, por contraste, las inhibiciones que paralizan al sistema crítico ar­gentino: la repugnancia a pre­guntarse por la recepción, por las teclas que el libro tocará en el lector común, y la renuencia a tomarse a sí mismo como campo de pruebas válido para inferir esa recepción. Ni siquiera aceptamos el concepto de "público"; nos re­sulta demagógico, sospechoso de mercantilismo. Pero el público, sin preocuparse de lo que pense­mos, existe; y en cambio el libro no existe plenamente hasta que entra en contacto con él. Consi­derado esto, que el crítico tome sus propias reacciones como aceptablemente representativas y las incluya como prueba de cargo, sin esconder su necesaria subje­tividad, sin el "nosotros" clerical ni la impostación positivista, no es un acto de soberbia sino de humildad, apropiada y provecho­sa humildad. Cuando el crítico se resigna a decir "yo", se puede empezar a construir algo.

En el caso de Scott, le permite plantear la disparidad entre la co­sa que Acción de gracias pretende ser y lo que resulta en la lectura. Bascombe (concluye Scott) no es un personaje representativo; co­mo a una persona real, sólo pode­mos aceptarlo o rechazarlo como ser humano. Yo no estoy seguro de compartir esa conclusión. Lo cual, si algo prueba, es que una reseña ni siquiera necesita con­vencer para resultar interesante.

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