sábado, 5 de junio de 2010

Los ambiguos objetos del deseo

Robert Mapplethorpe fue el fotógrafo arquetípico de una época provocativa y compleja. Comenzó por el lado de la plástica, pero al poco tiempo retrataba a la elite artística neoyorquina y su entorno aristocrático. Víctima del VIH, en sus últimos años buscó en la escultura griega el éxtasis del cuerpo perfecto.

Por: Pablo Schanton

LISA-LYON, 1982

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S/he, El/la. En su libro Ba­bel (1978), la poeta eléctrica Patti Smith decide que la tercera persona incluya los dos géneros. En la fotografía que la hizo famosa, la tapa de su álbum debut Horses (1975), ella es "el/la", si nos llevamos por la cami­sa, los tiradores y ese blazer que deja colgar de su hombro. Como Dylan diez años antes y nuestro Spinetta casi cinco, El/la quería ser la Rimbaud de la era del ro­ck (que se acercaba a su capítulo punk). Y en esa foto, estuvo bien cerca de su ideal: el/la outsider de los "sentidos desarreglados". "Todos mis ' role models ' –fueran los discípulos, Juan el Bautista o Rimbaud– eran pobres y dormían bajo las estrellas", cuenta en su flamante autobiografía, Just Kids ( Eramos unos niños , Lumen), donde recuerda su convivencia, siempre al borde del hambre y de la calle, con el fotógrafo de Hor­ses , Robert Mapplethorpe.

Allá por el verano del amor del 67 se toparon en Brooklyn. Am­bos eran estudiantes de arte con formación católica, que pasaron de room-mates a amantes (hasta que él se definió como gay, claro). La de ellos es la historia de dos jóvenes de barrios laterales que cumplen los ritos de iniciación con el fin de convertirse en artis­tas centrales en la Nueva York de los 70. Sabían que la arrogancia romántica aprendida del rock no bastaba: sólo sumando "contac­tos" se harían un lugar. Cuando se publicó la foto de Horses , Ma­pplethorpe ya gozaba de los bene­ficios del mecenazgo: primero, en 1971, el curador del Metropolitan Museum of Art, John McKendry, le regaló una cámara Polaroid; después, en 1973, el coleccionista Sam Wagstaff le compró un loft y lo transformó en su amante. Ma­pplethorpe era un experto en rela­ciones públicas, y pronto retrataría a la elite artística neoyorkina y su entorno aristocrático.

Alquimista, Mapplethorpe ele­vó la polaroid más allá de la ins­tantánea. Nada de espontaneidad, de captura de un momento casual. Como el teórico Arthur Danto lo subraya, siempre consideraría su enemigo estético a Garry Wi­nogrand, el de las fotos-piropos, donde vemos chicas que pasan por la calle como relámpagos eró­ticos. En Mapplethorpe, la puesta controla la contingencia, y no hay calle, sino exceso de estudio. Las suyas son "escenas que parecen destiladas de vida real", al decir de la curadora Janet Kardon.

En otra foto de Patti, ya de 1976, la rockera se ovilla, toda desnuda, aferrándose, simiesca, a un caño de radiador en escorzo (una continuidad entre las barras del calefactor y sus costillas). Jo­nathan Jones en The Guardian la describe: "Ella está tan viva como la superficie de mármol de un Miguel Angel". A Mapplethorpe le gustaba verse como un escul­tor renacentista fuera de época. La parábola de esta anacronía se resolverá recién cuando esté más cerca de la muerte, allá por 1988, cuando en "Ermes" o "Apollo", directamente registre close ups de esculturas, como de paso por el museo del Vaticano. Esas imáge­nes de perfección grecorromana coincidían con la degradación de su propio cuerpo, víctima del VIH. Como en la última escena de la Muerte en Venecia cinematográ­fica, el Apollo, de tan iluminado, va tornando espejismo un ideal de belleza, mientras avanza la agonía en el espectador extasiado.

"Cuando Robert sacaba fotos, era como si él fuera el dueño del asunto. Lo dominaba todo. No te veía como una persona, sino como un objeto de arte", se que­jó uno de sus modelos. Es que en Mapplethorpe, el sujeto a ser fotografiado debe convertirse en escultura, en un estatuista. El ojo en la cámara juega a la mancha congelada con su modelo, hasta conseguir el punto de fotogenia necesario. Como escribió Susan Sontag (y luego Barthes lo com­probaría al morir su madre),todas las fotografías son memento mori (...)Porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo". Los últimos autorretratos de un Mapplethorpe ya enfermo parecen puestas en práctica de es­ta hipótesis. Dramatizan el hecho de saber que pronto iba a morir y recurría a calaveras para acentuar la escena. Si sus últimas fotos se dedican a esculturas y calaveras, en realidad, no hacen más que llegar al hueso de una obra que, cautelosamente, nunca festejó una vitalidad que el memento mori implícito en toda fotografía rectificaría. Su género siempre fue la naturaleza muerta. Incluso, cuando, juvenil y fresco, ofrecía su brazo extendido en el autorretrato de 1975: lo dejaba ahí, como una cosa a ser revisada, un ejemplo para lección de anatomía. Lo mis­mo, la frutal genitalia de "Mark Stevens" (1976) que, proviniendo de un cuerpo acéfalo, remite a la cosificación de aquel brazo.

Abstracciones

Una foto de Robert Mapplethorpe no es un Mapplethorpe. Dos, sí. En marzo del 79, un aviso publi­cado en la revista Artforum sitúa una fotografía suya junto a otra. A la izquierda, la de un practicante de sadomasoquismo de espalda; a la derecha, la de unas flores vistas de arriba. Cada una representa un portfolio suyo distinto, uno bauti­zado X y otro, Y. Sin dudas, en la combinación de esa X y esa Y se cifraría el ADN de su obra.

¿Hasta dónde se puede forzar un cuerpo embutido en cuero negro de viso acharolado y desde dónde podrían enfocarse unas flo­res blancas con textura de espuma, para que ambas imágenes logren convivir tocando el máximo de abs­tracción? La tentación académica es interpretar esta analogía entre imágenes remitiéndola a "lo eróti­co-velado" de la belleza convulsiva y compulsiva que obsesionaba a los surrealistas. No en vano, Anne Tucker, la curadora de la muestra que veremos en Malba, usa como acápite para su ensayo curatorial un textual del fotógrafo: "Busco la perfección de la forma. Lo hago con los retratos. Lo hago con las pijas. Lo hago con las flores."

Pero no hizo falta que llegara Mapplethorpe para que aprendié­ramos a ver que un bálano penea­no hace juego con una corola de tulipán. Recordemos la obsesión surrealista con las fotos botánicas del alemán Karl Blossfeldt (1865-1932). Gracias a ellas, Walter Benjamin inventa una categoría esencial, la del "inconsciente óp­tico", ése que fue revelado por la técnica fotográfica (así se puede descubrir un básculo episcopal en la rama joven de un helecho). Bajo la inspiración de Blossfeldt, George Bataille escribe un ensayo sobre "el lenguaje de las flores", donde recuerda que el Marqués de Sade pedía las más bellas rosas para deshojarlas sobre un pozo con mierda. A este gesto, Bataille lo califica de "desconcertante", de un "efecto abrumador".

Ese desconcierto es propio de la yuxtaposición de algo cultural­mente "bello" con algo abyecto: el sadomasoquista y unas flores. Jean Genet y Derek Jarman pudie­ron jugar con las categorías histó­ricas de belleza en contraposición a las prácticas perversas, en tanto duplas como Gilbert & George o Pierre et Gilles elevaron el ho­moerotismo a niveles angélicos, a fuerza de ironía camp y/o de decó. En cambio, Mapplethorpe fuerza la perversión hasta que suene a "perfección", sublimando toda sordidez. Funda una "perversión apolínea" desde la fotografía. Pre­cisamente, Eros and Order fue lla­mada la muestra de Malba.

"Mi acercamiento para fotogra­fiar una flor no es muy distinto al que uso para una pija. Básicamen­te, es la misma cosa: una cuestión de iluminación y composición", aseguraba. Su formalismo es ex­tremo en cada etapa y cada ingre­diente: pose, toma, luz, encuadre, composición. Tan extremo como la geometría incuestionable de una cruz, que fotografía, epifáni­co, en 1984. "Pienso que lo que me provocó ser católico está mani­festado en cierta simetría y cierto acercamiento. Me gusta la forma de una cruz. Me gustan las pro­porciones de una cruz. Arreglo las cosas de una forma católica", ex­plicaba en 1987. Por otra parte, su insistencia en el blanco y negro es una forma de exagerar las limita­ciones sensoriales de la fotografía. Siempre hay algo de meta-fotográ­fico. En esa perfección artificiosa, la turgencia de una teta puede ser análoga a la de una berenjena; un cristiano pan, a un sorete. Y una espalda leather , a un ramo de flo­res blancas. X e Y.

Cuerpos sobre cuerpos

El sadomasoquismo es una disci­plina que, de "sexo libre y espontá­neo", no tiene nada: es puro pacto y dramaturgia de cuerpos. De un ramo de flores cortadas calzado en un florero de colección, nadie podría decir que sea "natural". Esta conexión entre el s/m y el ikebana podría resultar más sutil, pero no deja ser mapplethorpia­na: ambos suponen una mise en scène . En este sentido, el japonés Nobuyoshi Araki, con sus chicas bondage y sus flores, exacerba lo iniciado por Mapplethorpe, pero desde una posición heterosexista. Y acaso llegue más a fondo, como Courbet y Duchamp, cuando nos enfrente al misterio de la castra­ción femenina, en lugar de recu­rrir al fetichismo gay.

El de Mapplethorpe es un cor­pus sobre cuerpos que se relacio­nan entre sí. Es un montaje de cuerpos, sí, pero en 2D, en blanco y negro. Se trata de fotos que nun­ca dejan de mostrarse como tales. Montaje: a fines de los 60, cuando el joven Robert todavía cursaba la carrera de Bellas Artes en el Pratt Institute de Brooklyn, armaba collages usando unas veces imá­genes religosas y pornográficas re­cortadas de revistas, y otras, fotos antiguas que compraba en mer­cados de pulgas. Es decir: en el principio, está el collage. Incluso, llegó a la fotografía para obtener imágenes propias como material para sus cut and pastes . Por eso, su obra debería verse como un gran collage, donde cada pieza fotográ­fica depende de otra, evidente o sutilmente, de cerca o de lejos.

Cinco años después de Hor­ses , Mapplethorpe publicaría un libro de retratos, Certain People , en cuya cubierta se mostraría a sí mismo como un recio motoque­ro, al estilo de Brando en Salvaje (1953). En la contratapa, al con­tario, lo vemos maquillado hasta enmascararse de femeneidad. "S/he", "El/la": ahora le tocó a él encarnar la reversibilidad genéri­ca. La serie 1980-1982 dedicada a la fisicoculturista Lisa Lyon mar­ca el colmo de esta inversión de roles. Es que el ideal de la fotoge­nia mapplethorpiana es un "bo­dybuilder", es decir, alguien que se auto-esculpió. ¿O no vieron el Schwarzenegger en plan Charles Atlas, que Robert congeló, con suficiente sarcasmo, junto a unos femeninos pliegues de telón que lo igualan en protagonismo?

Mapplethorpe lleva la reversibi­lidad de los opuestos hasta el mo­mento límite de los roles sexuales, cuando algo de uno debería entrar en algo de otro. Dos fotos de 1978: "Lou, NYC" y un autorretrato. En la primera, un dedo meñique se mete en el orificio del pene. El penetrador es penetrado. En la se­gunda, el mismo fotógrafo apunta la cámara a su ano, de donde sale un látigo como cola de ratón. Aho­ra, al agujero-receptáculo le toca vengarse. ¿Así que "pasivo"?

Mapplethorpe se involucró con las prácticas sadomasoquistas y la subcultura "leather" a fines de los 70 –digamos, entre el motín jus­ticiero de "Stonewall" y la retrac­ción higienista que impuso el sida en la era Reagan–, justo cuando parecía que la homosexualidad podía convertirse en un catálogo de placeres desconocidos, cuando una minoría sexual podía "crear relaciones hasta ahora impensa­das" para la rutina de la mayoría. Esa creatividad del hedonismo fue teorizada y alentada por el último Foucault (cuya hagiografía se lee en el San Foucault de David Hal­perin, y su refutación, en el Ho­mos de Leo Bersani). Entonces, la subcultura gay de la música disco contaba con un disc jockey como Larry Levan, capaz de manipular la ecualización, el aire acondicio­nado y los perfumes en la discote­ca, reprogramando el "mapa eró­tico" de los cuerpos al bailar. Eran tiempos de euforia en los que Village People tomaba el pop por asalto abusando de prototipos gay, mientras el director de El exorcis­ta , William Friedkin, se atrevía a descender al submundo leather de Nueva York con Cruising (1980), y, gracias a Querelle (1982), Fass­binder lograba filtrar su estilizado homoerotismo en Hollywood.

Tal era el clima en que se pro­dujo la mayor parte de la obra de Mapplethorpe, con menos gestos de militancia que estrategias de shock. Sin embargo, fueron su re­gistro teatral del submundo s/m, su fetichismo del cuerpo negro y la foto de una niña que deja ver su vagina, todo lo que multipli­có críticas por racista y censuras por exhibición de pornografía en EE.UU., al tiempo que sus fotos empezaban a cotizarse en el mercado del arte. Su muestra póstuma "The Perfect Moment" fue dos veces clausurada, entre otras razones, porque había sido financiada con fondos públicos. Lo cual desató a nivel nacional una controversia que parecía su­perada, sintetizada por la revista Newsweek del 2/7/90 así: "¿Es es­to arte u obscenidad?". La obra de Mapplethorpe tuvo el privilegio de poner en crisis la definción de arte de su época, y después, en forma de "guerras culturales" que here­daría un Andrés Serrano.

La famosa foto "Man in Po­lyester Suit" (1980), donde un pene irrumpe desde la bragueta abierta de un negro trajeado, le hizo recordar a Roland Barthes su definición del lugar más eró­tico del cuerpo: "es ahí donde la vestimenta se abre", esa "intermi­tencia", "la piel que centellea entre dos piezas". Ese latente erotismo, dialéctico, redime la imagen de la mera pornografía, siempre focal. Tanto, que Barthes podía intere­sarse por la textura del pantalón, más allá del protagonismo fálico. Quizá no sea en los temas elegi­dos, sino en la mismísima per­fección formal, donde aún nos espere la perversión más sutil y desconcertante de Mapplethorpe.

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