Acaban de inaugurarse siete muestras en el Museo de Córdoba. Para quienes no lo hayan visitado luego de la remodelación de 2007, la mayor sorpresa será el museo.
Por: Eduardo Villar
Es Berlín", me anticipó con notable poder de síntesis una conocedora (de arte, de museos, de inauguraciones, de ciudades europeas). Supuse que exageraba. Minutos después, estaba en Berlín. Los cerca de 5.000 metros cuadrados del Museo Emilio Caraffa –MEC, como prefiere llamarse ahora con resonancia contemporánea, tres años después de su ampliación y refuncionalización– son un rincón de Berlín en Córdoba cada noche de las siete al año en que hay inauguración y reciben a más de mil personas, un número inusual para cualquier vernissage en la Argentina.
Es que Alejandro Dávila, director del MEC, cambió la organización de las inauguraciones: en siete noches se inauguran varias muestras simultáneas, que suman cerca de cuarenta por año. Y cada una de esas siete noches es una fiesta cool con champán, sí, pero también fernet con coca, como para no olvidar que esto es Córdoba. La reunión es en los jardines del museo, donde un grupo toca música de tango experimental, algo que suena a mezcla de tango punk, jazz y electrónica. Berlín.
Está claro –espero– que se trata de un chiste. De una imagen, apenas, capaz de dar una idea aproximada de lo que hablamos cuando hablamos del MEC, un museo de arte con estándares profesionales y de calidad europeos, con espacios y criterios de exhibición, seguridad, conservación y curaduría más frecuentes en el primer mundo que en la Argentina.
Las muestras inauguradas hace días fueron diversas, como corresponde a la idea de que el MEC sea un museo sin exclusiones, donde haya un lugar para todos en el arte contemporáneo. El recorrido por las nueve salas se inicia con una muestra de unas 30 esculturas ferozmente irónicas de Norberto Gómez. Excepto dos –que son de los años 70 y evocan el terror que el Estado desencadenó con una intensidad que desmiente a quienes critican su habitual ineficiencia– son trabajos de los últimos diez años. En ellos, Gómez da su versión de la escultura que consagra a los héroes de la historia. Los suyos son como retratos de Dorian Gray que denuncian otros pactos demoníacos. El costo de la presunta inmortalidad de los retratados es el aspecto monstruoso y siniestro que adquieren en los bronces y esculturas de poliéster de Gómez, pesadillescos monumentos que pueden parecer al mismo tiempo funerarios, militares y eclesiásticos. Para quien lo recorre por primera vez, el MEC ofrece sorpresas en las obras que exhibe y también en su arquitectura y capacidad de exhibición. En la exposición de Gómez, por ejemplo, la iluminación de las obras es de un dramatismo escenográfico tal, que el conjunto parece una enorme instalación.
La segunda sorpresa es la muestra de Alfredo Prior. No por la belleza inexplicable de sus tempestades de color –que son cada vez más magnéticas para la vista aunque ya no soprenden– sino por la potencia que logran colgadas en el blanco inmaculado y amplio de la sala en la que están colgadas, iluminadas por la luz cenital que entra por el enorme óvalo vidriado del techo, original del edificio de 1916. Después de esa sorpresa inicial de ver a la distancia el conjunto de las obras –casi todas de los últimos dos años–, uno puede acercarse a cada una de las pinturas, casi todas de gran formato, y perderse en la profundidad de esas formas abstractas que también pueden ser volcanes, océanos, pasajes a otras realidades. No toda es pintura la de los ojos abiertos, llamó Prior a su muestra, sustituyendo "vigilia" por "pintura" en el título de Macedonio Fernández, acentuando la sensación onírica que se puede tener frente a esos abismos de color en los que es posible perderse.
No es fácil salir de la sala en la que Prior abre esos túneles de color en las paredes. Se puede continuar por Pasos de pasaje, de la italiana Carla Accardi, una instalación que se expuso hace meses en el Centro Cultural Recoleta, pero que gana presencia y sutileza en el vacío de la enorme sala que ahora ocupa. Con el ritmo de la instalación sonora de Gianna Nannini, los dibujos en el piso de cerámica de 65 metros cuadrados y sólo tres grandes pinturas, en las paredes posterior y laterales –un fondo y curvas de colores planos entrecruzándose–, la obra de Accardi tiene el misterio de un enigma, un conjunto de signos a descifrar.
Siguiente sorpresa: Ciudad sentida, una muestra de pintores, fotógrafos y grabadores de diferentes épocas en la que la obra artística central es el trabajo curatorial de Tomás Bondone. El tema es la ciudad de Córdoba, sus paisajes urbanos y los vínculos que establecieron con ellos los artistas –desde Emilio Caraffa, de quien se exhibe una pintura, hasta los más jóvenes y contemporáneos–. En el título de la muestra confluyen los sentimientos y las percepciones de los artistas sobre la ciudad con los sentidos que la ciudad cobra en sus representaciones. La inclusión de esta muestra entre las siete que en este momento pueden visitarse en el MEC es un ejemplo nítido de que en el museo hay lugar para todos. Desde la primera impresión visual de la sala que aloja Ciudad sentida, se advierte que el criterio curatorial de ésta es distinto al de las otras muestras, aunque más no sea, por la cantidad de obras colgadas en relación al espacio.
La escala siguiente en el recorrido es Desnudos sudamericanos, de Marcos Zimmermann, una muestra comentada en estas páginas hace meses, cuando se exhibió en el Palais de Glace. Esta vez los extraordinarios trabajos de Zimmermann son menos y están colgados no sobre el gris casi negro de entonces, sino sobre blanco, que no les resta ni un gramo de potencia.
Las otras dos muestras son fotos del Salón Expotrastiendas "¿Sin Sentido?", que premió una obra de Lena Szankay, y una llena de humor, Dulce, Descenso –pintura, instalación y video– donde se cruzan el pop y el delirio del cordobés Mario Grinberg.
La mayor sorpresa, de todas formas, es el MEC, entre Córdoba y Berlín.
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