La metamorfosis del Estado
Profundas mutaciones del espacio público
No es ocioso –cree la ensayista Leonor Arfuch– preguntarse qué significa lo público. "¿Son las calles, parques, edificios públicos? ¿El accionar del Estado, la "cosa pública"? ¿El espacio del ágora, de la protesta, de la opinión? ¿El espacio mediático? ¿El del consumo?"
Por: Leonor Arfuch
En el convulsionado mundo contemporáneo el espacio de lo público ha sufrido una profunda mutación. Por un lado, el despliegue sin pausa de las tecnologías de la comunicación, de la televisión satelital a la Internet, la telefonía celular, y un largo etcétera, ha ampliado el horizonte de la visibilidad del acontecer a límites insospechados. Por el otro, ha dado impulso a la tendencia, ya vislumbrada décadas atrás, de intrusión de lo privado –y lo íntimo– en lo público, difuminando aún más los umbrales, nunca nítidos, entre esos dos espacios clásicos de la modernidad.
Sin embargo, cuando en la era de la imagen un ojo orbital parece ser capaz de seguirnos a cualquier rincón del planeta, hay vastas regiones de lo público, en lo que hace a lo social y lo político, que quedan en la sombra, cobijadas por el secreto o el enigma, resistentes a lo que Jacques Derrida proponía llamar el "derecho de mirada", que nos permitiría exigir, en tanto ciudadanos, ver "detrás de la cámara" lo que no muestran/dicen las pantallas.
Así, no es ocioso preguntarse qué entendemos hoy por el espacio público: ¿las calles, parques, edificios públicos? ¿El accionar del Estado, la "cosa pública"? ¿El espacio del ágora, de la protesta, de la opinión? ¿El espacio mediático? ¿El del consumo? ¿El de las redes sociales de Internet, con su ilusión de participación en defensa de alguna "buena causa"...?
Acordemos o no con esta enumeración, lo que parece evidente es que ya no podemos anclarnos en el singular: hay varios espacios públicos, cada uno con sus usos, modalidades y regulaciones..., claro que algunos son más públicos que otros.
En esa gradación de lo "más público" campea sin duda el espacio mediático, que conjuga diestramente todos los registros: lo social, lo político, lo privado, lo íntimo. Una conjunción heterogénea de géneros y estilos donde se construye el espacio de lo público en su más amplia acepción. Un espacio eminentemente político, esta vez, en todas sus acepciones.
Llegamos aquí al meollo del asunto, al corazón de lo público, si pudiera decirse: la política en tanto administración –según autores– y lo político como pugna entre adversarios, articulación de demandas, lucha por la hegemonía. Sabemos que a ambos registros, aunque sucedan en ese incierto lugar del mundo que llamamos "realidad", sólo accedemos a través de los medios, que aúnan forma y sentido.
En esa obligada relación entre medios y política también se han producido mutaciones. Por un lado, el creciente involucramiento de los medios en la política, por el otro, el corrimiento de la escena política a la calle, la plaza, la ruta, el campo, el puente, la explanada... cronotopos móviles, cambiantes –¿una modalidad road movie de la política?– que devienen sitios emblemáticos de la protesta, donde diversas voces, encarnando idealmente la pluralidad democrática, se hacen oír. Instancias convocadas a menudo expresamente para la televisión, donde la cámara se perfecciona en la captura de los gestos y de los afectos, componente esencial de la política.
Sin embargo, la relación entre política y afecto no se agota en esos "efectos de pantalla".
Se juega también en las creencias, las sensibilidades, las tradiciones, las conversaciones, las verdades acendradas del sentido común. Un devenir fluctuante, que lleva, aún insensiblemente, de la política a la relación con el Estado, o más bien, con el imaginario del Estado, tal como aparece en las distintas voces del discurso social. Un Estado cuya presencia lejana y abstracta se plasma sin embargo en la materialidad cotidiana: lo que funciona, lo que no funciona, lo que afecta virtualmente nuestra vida pública y privada. Ese imaginario es extraordinariamente cambiante según las épocas, las coyunturas, las orientaciones del mercado, de la política y de la opinión.
Su noción misma puede estar ligada tanto al buen vivir –por ejemplo, el "Estado de Bienestar" cuyo ocaso se decretó en las últimas décadas– como al agravio rotundo a la vida y a la condición humana –el Terrorismo de Estado, del cual hemos tenido una trágica experiencia.
Lo cualitativo puede incluso traducirse en lo cuantitativo: "menos Estado" o "más Estado", una expresión que se hizo corriente con las privatizaciones de los 90 y su más allá, aunque resulte difícil dirimir los términos –paradójicos– de esa ecuación: sólo una fuerte injerencia del Estado pudo hacer posible su "reducción". ¿Qué imaginarios del Estado se delinean hoy entre nosotros, transcurrida casi una década del nuevo siglo que comenzó con la consigna antipolítica del "Que se vayan todos"?
¿Qué cambios en la subjetividad?
Un primer acercamiento a las expresiones más corrientes del discurso social mostraría un escenario de neta confrontación: por un lado, un reclamo sostenido por la ausencia –o ineficiencia– del Estado en cuestiones tales como la (in)seguridad, la pobreza, la desocupación, la salud pública, la educación, la vivienda, el resguardo de los bienes, la seguridad jurídica, el desarrollo productivo, la expansión del comercio, la suba de los precios, el contralor de los espacios públicos, los efectos del cambio climático y hasta el sentimiento de bienestar de los ciudadanos, la felicidad de los niños o el precario futuro de los jóvenes atacados por la "inacción".
Por el otro, el rechazo de su excesiva "presencia": la voracidad fiscal del Estado que se inmiscuye en los negocios privados, su carácter rapaz, que lo lleva a "meter la mano en el bolsillo" de diversas maneras, su pretensión reguladora de las lógicas del libre mercado y de la competencia, el uso abusivo de sus potestades, su desmesura en el gasto público...
Curiosamente, esta confrontación, que pone en escena la típica identificación entre Estado y gobierno –tal vez un genuino rasgo autóctono– no se da entre dos "bandos" diferenciados sino a menudo en una misma posición: al tiempo que se reclama por la ausencia se reniega también de la "presencia".
Una tensión irresoluble donde convive la figura de un "Otro" protector, responsable de todo lo que ocurre, a escala doméstica o global –y entonces siempre en falta– y un Otro demandante (de recursos) a quien se cuestiona permanentemente su intervención. Así, mientras se le pide al Estado que garantice el bienestar de todos (en cualquiera de sus formas), se omite el costo que tiene el brindar nuevos y mayores servicios. Lo cual trae al ruedo la cuestión de las prioridades, que obviamente no son las mismas para todos.
¿Cuál sería entonces el Estado ideal, que sepa conciliar tantos deseos utópicos?
Entre las múltiples respuestas posibles elegimos algunas: un Estado que se oriente siempre a garantizar la equidad (contributiva y distributiva) en la asignación de obligaciones y beneficios; que considere la pobreza no como un "escándalo moral" sino como un problema económico y político prioritario; que tenga un grado de legitimidad y reconocimiento social mucho mayor, más allá de las decisiones coyunturales; que tenga una fuerte representatividad y participación de los distintos sectores sociales en la toma de decisiones; que sea capaz de garantizar la continuidad de procesos y de experiencias transformadoras para la comunidad sin empezar cada vez de cero; que respete las libertades individuales; que se acerque un poco más al Estado de Bienestar; que enfrente la corrupción; que no combata la inseguridad con represión y autoritarismo sino atendiendo a sus causas; que no aliente el miedo, el odio o la delación como relación social; que no sea un fin en sí mismo sino uno de los medios para poder imaginar horizontes comunes y al mismo tiempo capaz de potenciar singularidades.
Ahora, ¿qué sociedad podrá estar a la altura de tales desafíos? Porque no hay un "Estado ideal" sin una sociedad que lo haga posible. Imaginemos una donde pueda alojarse el desacuerdo en la política, que acepte el conflicto como constitutivo de la democracia –sin demonizarlo– y donde una ética del discurso presida las instancias de la comunicación.
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