Por Enrique Guinsberg - Publicado en 29 July 2009
¿Es la depresión el cuadro dominante de nuestro tiempo, como dicen instituciones internacionales y muchos colegas, o se trata de algo impulsado por laboratorios farmacéuticos, como destacan otros colegas? Cualquiera sea la opinión que se tenga al respecto, es imposible negar el peso actual y crecimiento de ese cuadro, e incluso la Organización Mundial de la Salud considera que será la segunda causa de incapacidad en el mundo en el 2020, detrás de los infartos y otros cuadros cardiovasculares, e incluso una especialista considera que entre 15 y 20% de los mexicanos desarrollan algún tipo de trastorno de ese tipo2, una cifra sin duda alarmante y que obliga a pensar sobre la importancia de tal categoría diagnóstica, así como sus causas productoras. Porque, si hace varios milenios, también fue dominante era por la creencia colectiva en el fin de la humanidad, pero ¿por qué ahora?
Todos sabemos que depresión, tristeza, melancolía, etc., siempre han existido, e incluso la teoría kleiniana ubica al estado o fase depresiva como algo sustantivo del proceso psíquico humano, así como siempre se ha comprendido que estados semejantes siempre existen y son correlativos y puede decirse que “normales” a cualquier tipo de pérdida, fracaso, etc., y que por tanto todos vivimos en algún momento. Pero estos casos en general se superan de alguna manera en el llamado proceso de duelo -como ocurre por ejemplo luego de la muerte de un ser querido-, y es muy distinto a un cuadro depresivo fijo, permanente y con las características que todos conocemos de la psicosis maníaco depresiva o de la depresión o la melancolía crónicas. En este sentido siempre es importante recordar las posturas de Freud en su clásica obra Duelo y melancolía donde se aclaran las diferencias existentes al respecto. Pero hoy no se trata de esas tristezas siempre existentes, sino de un estado depresivo que tiende a ser dominante en todos lados, tal como es señalado no sólo por analistas y psicólogos sino también por estudiosos de la vida humana actual, y fácilmente puede percibirse con una mirada incluso no muy profunda.
Se sabe que, siempre, las formas de vida de los pueblos, o sea lo que se conoce como sus culturas, incide de manera importante en las formas concretas de la subjetividad de esos pueblos, y al respecto pueden darse una infinita cantidad de ejemplos, entre ellos, y sólo para tomar dos, la hegemonía de la histeria en la época freudiana, y antes cómo en los países centrales europeos, como producto del desarrollo de la burguesía, se crea una renovación religiosa, la protestante, que según Marx y Max Weber, es fundamental para el surgimiento del capitalismo, construyendo formas psíquicas que luego se llamarían neurótico obsesivas que posibilitaron tal modelo económico social. Asimismo recuérdense la gran cantidad de estudios que vinculan las características de una época con la psico(pato)logía dominantes en ese momento. Es evidente que nuestro momento no tiene porqué ser una excepción, y las depresiones tienen que tener su comprensión en el marco cultural hoy dominante, que en este caso ya no responde a formas específicas nacionales o locales, sino tiene un peso importante de lo que se conoce como globalización.
¿Puede el psicoanálisis comprender tanto los cambios producidos en este sentido y sus causas productoras? Indudablemente sí, pero no cualquier psicoanálisis, sino aquél que en su cuerpo teórico incluya la fundamental importancia de la incidencia de aspectos históricos y culturales, o sea que difícilmente podrán hacerlo aquellos que se adhieren a posturas absolutamente ortodoxas clásicas de la institución analítica internacional, o las tendencias posmodernas actuales, marcos teóricos que son hegemónicos en nuestra escuela y se encuentran imposibilitados para tal tarea. Y sí puede hacerlo el psicoanálisis apuntado, de la manera que lo han hecho y siguen haciendo conocidos analistas que siempre se han vinculado a las formas culturales, tal como, por ejemplo, es la revista donde se publica este artículo y otras similares que hacen de tal relación uno de sus ejes centrales, pero lo hacen realmente y no sólo a través de palabras que luego no cumplen. Se trata por tanto de una diferencia fundamental.
Se trata, también, de hacer con este cuadro -sea hegemónico o al menos de gran importancia- lo que hizo Freud respecto a la histeria, o sea entender que sus causas estaban vinculadas a la represión sexual que era característica de la moral victoriana en ese momento preponderante, superando la visión de la psiquiatría de la época y abriendo una ruta crítica que luego desarrollará pero no sólo para la misma sino para la totalidad del psiquismo. Pero así como Freud provocó una fuerte resistencia por tocar con sus argumentos no sólo a la moral victoriana sino también a las formas sociales dominantes, hoy ocurre algo similar al verse la indudable responsabilidad del modelo neoliberal de economía de mercado en la producción de una patología que, como siempre indico irónicamente en conferencias y escritos, es menos “divertida” que la histeria. Claro que hoy, cuando se sufren las consecuencias de tal modelo por la crisis que se vive en el mundo entero, hasta los organismos que lo impulsaron y han defendido le formulan por lo menos tibias críticas, buscando alternativas al mismo y reconociendo al menos algunos de sus errores.
Sería importante que el lector de estas líneas conozca una de las principales obras de Lipovetzky3, donde este autor celebra el surgimiento de lo que entiende como una revolución narcisística de nuevo tipo, que considera producto de las tendencias posmodernas, pero finalmente reconoce que tal situación ha producido lo que denomina el vacío en tecnicolor e importantes niveles de depresión como consecuencia de tal narcisismo. Es que, señala, las condiciones actuales han creado una constante competencia de todos con todos -tanto naciones como personas- donde el considerado “triunfo” es producto de la derrota de otros y la ruptura de los vínculos más o menos solidarios entre los individuos, algo que siempre ha existido en el modelo capitalista pero ha sido llevado a un extremo por el modelo neoliberal, que lo ha intensificado a niveles antes inexistentes. Se ha consagrado al mundo de la mercancía, donde resulta cada vez más importante tener más cosas y más valiosas según la cultura donde se viva, que deben ser vistas por todos, así como alcanzar triunfos en negocios y todo lo que se realice. Seguramente el ejemplo más notorio al respecto se puede ver en el deporte -no en el amateur sino en el comercial- donde florecen las altas inversiones pero que deben ser pagadas, por lo cual se rompe con las normas éticas y se ha institucionalizado el reino del dopaje -con el que se rompe con las reglas del deporte- pero que se ha elevado a los más altos niveles y contra el que, destacan deportistas y dirigentes, es muy difícil en última instancia luchar. Porque, todos los saben, ante la importancia de ganar, no existen límites para alcanzar el triunfo, y la prohibición de hacerlo las más de las veces se considera nada más que un problema a vencer con trampas y astucias donde muchos son cómplices.
Por supuesto estos “triunfos” se dan en todos los terrenos y no sólo en negocios o deportes, alcanzando todos los niveles de la vida, algo fomentado por todos los medios masivos de difusión y la publicidad que, de manera directa o indirecta, muestran un modelo de vida y fomentan deseos impulsados por el modelo de dominación que, como se sabe, solo minorías pueden alcanzar, siendo difíciles o imposibles para casi todos que, de esta manera, así como pueden producir una gran envidia, crean también las condiciones para estados depresivos de distinto tipo y una permanente y voraz búsqueda de alcanzar lo que se piensa y considera que se tiene que tener o alcanzar. Puede parecer tonto y ridículo, pero alguien puede envidiar a un vecino que tiene una licuadora de 25 velocidades, sin pensar que tan cantidad no tiene ningún sentido. Y lo mismo puede decirse de modelos de automóviles y tantos otros objetos. Agréguese a esto algo de manera alguna secundario: en comparación a otros momentos históricos, hoy no existen como antes utopías o modelos de vida y de sociedad por los cuales luchar y encarar una vida, y junto a tal carencia domina una visión del mundo y de todo que no motiva a ilusiones y sí a una profunda desesperanza, con crisis constantes y permanentes en todos los terrenos, desde las de pareja y familia hasta las que se quiera pensar. No es casual que en el mundo actual tenga gran peso la soledad -aunque se viva rodeado de gente- y la incomunicación -pese al fuerte y constante desarrollo de todo tipo de comunicaciones. Situaciones que muchas veces buscan compensarse con lo que Freud, en El malestar en la cultura, ha llamado “muletas” y que consideraba necesarias en su momento, y que en otro momento denominó como “prótesis” que hoy nuestra cultura ofrece a montones y para todos los gustos, pero con alcances sin duda parciales y limitados. Porque, y esto se sabe muy bien, las prótesis pueden satisfacer ciertas necesidades, pero sin poder ocultarse su artificiosidad y falta de naturalidad.
Si antes se dijo que toda cultura crea un determinado tipo de subjetividad, también tiene que agregarse que cada una de éstas expresa las características de la cultura en la que surgen, y al respecto vale la ironía señalada de que la histeria era más divertida que la depresión. Pero cada una es una especie de síntoma del sistema en que surgen. Y muy poco favorable puede ser un modelo que origina, aunque no por quererlo, condiciones patológicas como las depresivas, una de las más difíciles y duras de soportar de una manera crónica, o sea constante (aunque por momentos disfrazada de estados maníacos, de cualquier manera variante de la depresión). Y volvemos otra vez a lo antes escrito: no es lo mismo una depresión o estado de duelo ocasionado por una pérdida objetiva -aunque sea igualmente dolorosa y a veces difícil de soportar- que una crónica y a veces causada por causas poco o nada definidas o, peor aún, causadas por un malestar en la cultura que no siempre es comprendido como tal pero que todos soportamos. Y, en este caso, vale lo conocido de que mal de muchos no es ningún consuelo.
Como ocurre casi siempre en todo escrito, las limitaciones de espacio limitan e impiden el desarrollo de lo que se quiere expresar. Pero es de esperar que, aunque sea en líneas generales, quede claro lo que se busca decir, desde la importancia de ver a toda psicopatología como síntoma de una realidad que se vive, hasta la responsabilidad de un modelo que ha buscado ser consagrado como único posible y que se pretende universal y definitivo, que ahora está mostrando sus consecuencias en su propio terreno económico con la crisis que ha provocado y de la que también todos pagaremos las consecuencias, incluso con un incremento de condiciones de depresión por pérdidas de nivel económico, desempleo, etc.
Nuevamente es cuestión de volver a algo anterior, en este caso a la necesidad de comprensión, como dijo Marcuse, de que el psicoanálisis es de hecho una situación política, ya que todo lo que estudia es producto de formas de vida generales provocadas por la cultura, sin con esto negar aspectos individuales que, de todas maneras, están inscriptos en tal generalidad. Lo que reafirma lo siempre planteado para quienes ubicamos nuestro conocimiento en los procesos histórico-sociales de una fuerte comprensión de los mismos para entender sus productos subjetivos. No se trata de admirar, por ejemplo, a Wilhelm Reich por lo que hizo con la génesis del fascismo en un texto brillante4 y en toda su obra, sino de hacerlo cada uno de nosotros en nuestra praxis cotidiana, sea clínica como teórica. La depresión aquí analizada es seguramente una situación hoy fundamental, pero como en el pasado y seguramente en el futuro lo serán otras condiciones (como, por ejemplo hoy lo son la anorexia y la bulimia, entre tantos otros casos). Es de imaginar que este planteo puede provocar múltiples resistencias, que siempre existieron en el campo analítico, considerando que puede llevar a una hiperpolitización analítica o a una extremada socialización de los problemas, algo que por supuesto puede ocurrir pero que no tiene porqué llegarse a eso. Porque puede decirse lo mismo de que lo contrario puede producir una psicologización extrema, que tampoco tiene porqué ser así. Como siempre, se trata de saber mantener los espacios adecuados, pero sin por ello inhibirse de comprender que hay aspectos imposibles de evitar, y entre ellos especialmente el de una cultura que siempre incide.
Se trata en definitiva de no olvidarse de ver la responsabilidad del contexto que nos rodea, aunque el mismo siempre busque que no se haga para no asumirlo, algo que siempre ha contado con el apoyo de una determinada lectura del psicoanálisis, el considerado oficial y ortodoxo, y frente al que han luchado otras lecturas, que en general han tenido éxito y desarrollo en momentos de importante combatividad social y política colectiva, y ha sido marginado o minoritario cuando ello no ocurría (salvo con una acción permanente de sectores analíticos que no cesan en su lucha y acción).
Hoy la hegemonía o fuerte peso de las situaciones depresivas en nuestro mundo obligan a redoblar el combate, máxime cuando se conocen las diferencias entre aquellas situaciones individuales producto de pérdidas y todo lo conocido al respecto, y las determinadas por condiciones históricas como las que vivimos en una civilización llena de prodigios tecnológicos pero que promueve también tales estados.
Enrique Guinsberg
Psicólogo
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México1
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