domingo, 22 de agosto de 2010

Para el museo de la performance

La artista serbia Marina Abramovic "instaló en la imaginación pública la idea de que uno puede hacer algo más que experimentar pasivamente las obras de arte, de que puede ser parte de una obra de arte por el tiempo que quiera o pueda", afirma el prestigioso crítico Arthur C. Danto, en esta reflexión sobre "performance art".

Por: Arthur C. Danto

PASAJE. Del performance art en el espacio público a los ámbitos institucionales del museo.

El performance art (arte en vivo), tal como se lo practica hoy día, nació como un movimiento de vanguardia en las décadas de 1960 y 1970, y algunas de sus características hacían difícil visualizar cómo podía pasar de las galerías y los espacios públicos al ámbito más institucional del museo.

Para empezar, el medio de que se vale el artista es su propio cuerpo, a veces desnudo o inmerso en circunstancias sumamente peligrosas. Las imágenes de cuerpos desnudos haciendo cosas peligrosas no crean ese tipo de obstáculos en un espacio de museo, pero el performance art en sí mismo es real en todas sus dimensiones. Para que pueda ser traducido y presentado en un museo, debe resolverse una serie de problemas tanto prácticos como filosóficos.

Un método sería permitir que las piezas fueran recreadas, algo que los puristas naturalmente desaprueban. Para ellos, una performance es un acontecimiento único, a diferencia de una obra teatral, que se hace para ser representada varias veces. En el teatro, la distinción entre personaje y actor está ampliamente aceptada. En la concepción del performance art del purista, no puede haber tal distinción. El artista y el performer son uno y deben utilizar su cuerpo en la obra. Nadie más, sostienen, puede hacerlo, tanto por razones morales como metafísicas.

Marina Abramovic (Belgrado, 1946) es una de las primeras artistas de performance cuyas obras poseen la profunda originalidad que justifica su inclusión en grandes museos. En los últimos años, no adhirió al enfoque purista. Ha recreado las performances de otros artistas, cuando éstos la autorizaron, y por supuesto las propias. Hizo ambas cosas en el Museo Guggenheim en noviembre de 2005, en un espectáculo de una semana llamado Seven Easy Pieces (Siete piezas fáciles). Pero sabiendo que no estará en este mundo para siempre, también entrenó a otros artistas para recrear algunas de sus obras.

Cinco de estas recreaciones fueron incluidas en The Artist Is Present, la retrospectiva de la obra de Marina que se vio recientemente en el Museo de Arte Moderno, de Nueva York. Una de estas piezas, Imponderabilia –originalmente presentada en 1977 por Marina y su pareja, Ulay– consiste en dos performers desnudos parados uno frente al otro en el vano de una puerta. Los visitantes pueden cruzar hacia la siguiente sala pasando a través de esa puerta viviente. (A unos pasos de distancia, hay una entrada alternativa a la sala siguiente. En la performance original, a los visitantes de la Galleria Comunale d'Arte Moderna de Bolonia se les exigía que pasaran a través de Marina y Ulay para entrar.) En la muestra del MoMA, los visitantes sabían que en este caso el "no toque las obras de arte" se funda en las consideraciones de respeto a la intimidad que acompañan a las obras compuestas por cuerpos vivos y palpitantes. Y, como el MoMA y otros museos intentan no sólo exhibir sino adquirir estas performances, también tendrán que vérselas con una serie de imponderables que normalmente no surgen con obras de arte como las pinturas y las esculturas.

Los artistas vivos de la performance comparten el espacio de exposición del MoMA con obras de arte más convencionales –fotografías, videos y diversos elementos de utilería–. Todos estos son interesantes tanto conceptual como estéticamente, pero de ningún modo han suscitado el interés universal que genera la performance más reciente de Marina, interpretada por la artista desde que la muestra del MoMA se inauguró el 14 de marzo hasta hace poco. La obra ha estimulado la imaginación de todos los interesados en el arte contemporáneo.

Por mi papel de crítico y filósofo, y como neoyorquino vinculado a las artes, a menudo me piden mi opinión sobre el significado de esta obra, creada para esa ocasión. En ella, Marina estaba sentada en una silla en el patio interior, un piso más arriba de la entrada al museo, frente a una silla vacía en la que cualquiera podía sentarse el tiempo que quisiera. (Una mesa que había sido ubicada entre Marina y la persona sentada fue retirada luego porque se la consideró una barrera innecesaria.) La performance puso al MoMA a la vanguardia de la experimentación artística contemporánea y fue un éxito mayúsculo.

La silla vacía

Yo fui una especie de testigo de la historia creativa de la obra ya que había aceptado la invitación de escribir el principal ensayo del catálogo de la muestra. Una de mis tareas era establecer la ubicación histórica de la obra de Marina, lo que en parte era trabajo de archivo y en parte interpretativo. Pero describir la nueva pieza fue otra cosa. Marina todavía no estaba segura de cómo iba a ser la performance del patio interior y, en ese punto, mi ensayo necesariamente fue vago. Originalmente, ella había imaginado un andamiaje de siete plataformas contra una de las paredes del patio, conectadas por escaleras, lo que la hubiese relacionado con una obra anterior, The House With an Ocean View (La casa con vista al mar), interpretada en la Galería Sean Kelly en 2002. Allí ella ayunó durante los doce días que duró la performance e hizo ciertas cosas aceptables en un espacio de galería que serían cuando menos cuestionables en el espacio público de un museo: orinó, por ejemplo, y a veces se quedó parada desnuda, llorando sobre el andamio.

Para la muestra del MoMA, que duraría casi tres meses, ayunar estaba descartado y la desnudez tenía que negociarse. Entonces, en un momento de elevada inspiración, cambió el programa radicalmente. El 23 de mayo de 2009, le escribió a su curador, Klaus Biesenbach, lo siguiente: "Decidí que quiero hacer una obra que me conecte más con el público, que se concentre... en la interacción entre el público y yo. Quiero tener una mesa simple, instalada en el centro del patio interior, con dos sillas a los costados. Me sentaré en una de las sillas y un cuadrado de luz proyectado desde el cielorraso me separará del público. Cualquiera podrá sentarse al otro lado de la mesa, en la segunda silla, y quedarse todo el tiempo que quiera, siendo parte plena y única de la Performance. Creo que esta obra trazará una línea de continuidad en mi carrera."

Afortunadamente, el catálogo no había ido a la imprenta y pude corregir el ensayo para incluir esta decisión. Era congruente con algunas performances pasadas, en las que, por ejemplo, ella y Ulay se sentaban en silencio en los extremos de una mesa por un lapso determinado. Lo nuevo era la silla vacía. Nadie, salvo quizá la misma Marina, sabía qué efecto tendría la silla vacía.

Lo que es claro es que la posibilidad de sentarse con Marina instaló en la imaginación pública la idea de que uno puede hacer algo más que experimentar pasivamente las obras de arte, de que puede ser parte de una obra de arte por el tiempo que quiera o pueda.

Me han dicho que los visitantes del museo en general se quedan parados frente a las obras de arte por un lapso promedio de treinta segundos. En el MoMA, algunos optaron por sentarse frente a Marina durante horas. Una joven se sentó durante todo un día de representación, frustrando a muchos otros que esperaban su turno en fila. Otros volvieron para sentarse varias veces. Grosso modo, los visitantes se sientan un promedio de veinte minutos.

Tuve oportunidad de sentarme con Marina el 15 de abril. A mi mujer y a mí se nos permitió entrar antes de que abriera el museo y estábamos primeros en la fila. Vimos a Marina entrar al patio rodeada de otras personas y tomar asiento.

En el patio, había sólo dos sillas. Todos los demás esperaban o estaban trabajando. Marina estaba sentada en una suerte de espacio dentro del espacio del patio. El espacio quedaba definido por cinta adhesiva pegada en forma de cuadrado sobre el piso e iluminada desde arriba. Fuera del cuadrado había un equipo de filmación. Los visitantes que esperaban para sentarse con Marina formaban una fila con forma de L. La escena me recordó un retrato pintado por Giacometti, en el que la figura está ubicada dentro de un cuadrado sugerido por algunas líneas. Giacometti después de todo era escultor. Usó las líneas para sugerir un espacio, dándole presencia a la figura. Noté un efecto similar en el patio. El espacio interior era el de la artista. Estaba cargado de una sensación palpable.

Como ahora me traslado en silla de ruedas, alguien me ubicó frente a Marina y la silla fue retirada. Mi sesión como parte de la obra había comenzado.

Marina estaba muy linda con una túnica rojo intenso cuyo dobladillo formaba un círculo en el piso y con el cabello negro trenzado hacia un costado. Yo no tenía claro qué iba a hacer en el espacio encantado situado frente a ella más que mantenerme en silencio. Marina es una gran conversadora, llena de ingenio y de una especie de humor balcánico. Pero esta performance es en buena parte un diálogo de sordos. La comunicación se establece en otro plano. Me atreví a decir "hola" con la mano, lo que provocó en Marina una débil sonrisa.

A esa altura, ocurrió algo sorprendente. Marina inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás y hacia un costado. Clavó sus ojos en mí sin verme ya –o eso parecía–. Fue como si hubiese entrado en un estado diferente. Yo estaba fuera de su ángulo de visión. Su rostro adquirió la transparencia de la porcelana fina. Estaba luminosa sin ser incandescente. Había entrado en lo que a menudo había denominado "estado de performance". Para mí al menos, era un trance chamánico. Su capacidad para ingresar en ese estado es una de sus dotes como performer. Es lo que le permite atravesar las ordalías físicas de algunas de sus performances famosas. Yo verdaderamente pensé que ésa era la esencia de la performance en su caso, a menudo con el elemento agregado del peligro físico.

La pregunta era cuánto tiempo permanecer sentado. Por un lado, pensaba que podía quedarme sentado indefinidamente. En un momento de locura, pensé que mis dolencias físicas iban a desaparecer, como si estuviera en Lourdes. No creo en los milagros pero sí en la cortesía. Pasados diez minutos, decidí que habría sido poco considerado quitarles más tiempo a los demás visitantes, que habían esperado su turno con tanta paciencia. Hice una seña con el brazo y alguien me sacó de allí.

Permanecí en el sector lo suficiente como para que me entrevistara el equipo de filmación. En la entrevista, reflexioné sobre el fenómeno Marina. Me preguntaba si otros habían experimentado la transparencia. ¿Era parte de la experiencia para ellos también?, me preguntaba. Más tarde, busqué en Internet lo que habían escrito los que se sentaron con Marina. Naturalmente, sus experiencias eran distintas de las mías.

Yo había dedicado tres meses a escribir el ensayo para el catálogo de la muestra del MoMA y leer información sobre las performances y la vida de Marina. Había pasado algún tiempo en Yugoslavia en los años 70 dictando seminarios de filosofía como profesor Fulbright en el Centro Interuniversitario de Estudios de Posgrado de Dubrovnik. Fue por aquella época cuando Marina comenzó sus primeras performances en Belgrado. Recordé que, años antes de su nacimiento, siendo yo un joven soldado en Italia, una noche había llegado en barco a la costa dálmata con unos partisanos de los que me había hecho amigo para llevar a Bari a varios de sus camaradas heridos que debían recibir tratamiento. Nuestra experiencia del arte se nutre de nuestra experiencia de vida.

Una de mis amigas en el mundo del arte, Domenica, que trabaja en una galería de California, escribió que yo había sido muy afortunado por haberme sentado con Marina. Pensé que las numerosas personas que ahora desean ardientemente sentarse con Marina también dirían que fui afortunado por tener esa oportunidad. Lo que sé ahora es que ella y el MoMA le devolvieron cierta magia al arte, el tipo de magia que todos nuestros cursos de historia del arte y apreciación artística nos habían alentado a esperar.

James Turrell, el artista de la luz, una vez me dijo que, después de ver las diapositivas de las pinturas de los cursos que había hecho, se sintió decepcionado al ver las pinturas reales. Lo que en realidad le había fascinado era la luz y, de algún modo, entonces juró asegurarse de que su arte, que está hecho de luz, nunca perdiera su magia. Los que tengan la suerte de poder sentarse con Marina alguna vez no se decepcionarán porque la luz que vi estará allí, aun cuando no estén preparados para verla.

Arthur C. Danto es profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Columbia y fue el Crítico de arte de The Nation desde 1984 a 2009.
© The New York Times y Clarín, 2010.
Traducción de Elisa Carnelli.

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