jueves, 19 de agosto de 2010

Los sonidos de una resistencia espiritual

Una colección, dirigida por el musicólogo Diego Fischerman, se inaugura con un ensayo acerca de las actividades musicales en los guetos y campos de exterminio nazis.

Por: Gustavo Fernandez Walker

MUSICA E HISTORIA. La edición de La música del Holocausto de Shirli Gilbert (Eterna Cadencia. 348 pags., $79).

Cuenta la musicóloga e his­toriadora Shirli Gilbert que, cuando decidió investigar las prácticas musicales de los pri­sioneros en los guetos y campos de concentración nazis entre los años 1939-1945, las reacciones de sus amigos más cercanos y sus familiares oscilaban entre dos extremos. Estaban los que le agradecían el esfuerzo por reivin­dicar el costado más heroico de la resistencia espiritual, el gesto de­safiante de las víctimas ofreciendo su música como una afirmación de identidad. Otros, en cambio, le reprochaban que, sumergida en las historias del horror, la autora decidiera rescatar la frivolidad de algunas canciones populares.

Es precisamente esa tensión la que explora La música en el Ho­locausto, el libro de Shirli Gilbert con el que la editorial Eterna Ca­dencia inaugura una colección de textos sobre música. Con el subtí­tulo "Una manera de confrontar la vida en los guetos y en los campos nazis", el libro se presenta como una reflexión sobre la existencia cotidiana de los prisioneros a tra­vés de un análisis profusamente documentado de sus actividades musicales, que incluían desde óperas, operetas, música folcló­rica, danzas y melodías popula­res de preguerra hasta canciones compuestas en cautiverio. Pero, al mismo tiempo, La música en el Holocausto es también una re­flexión sobre la propia experiencia musical y sobre el lugar que ocupa en las sociedades modernas, los discursos que se elaboran acerca de ella y los mecanismos de pro­ducción y consumo mediante los cuales circula, aun en situaciones extremas.

Afirmación de una identidad
Al respecto, las dos reacciones mencionadas antes –la exaltación del gesto heroico; el rechazo a la frivolidad– ponen de manifiesto una serie de presupuestos acerca de la actividad musical de los que la investigación de Gilbert tuvo que dar cuenta. En el primer caso, opera aquello que Diego Fischer­man llamó "efecto Beethoven": la idea de que, a partir de la figura del compositor alemán, la música occidental forjó una imagen de sí misma –o, al menos, de la música de tradición escrita, esa a la que el mercado llama "clásica"– según la cual ella sería la portadora del fue­go sagrado de la humanidad, una visión romántica que reserva a la música la capacidad de situarse en las regiones más elevadas del espíritu. Desde esta óptica, las ac­tividades musicales de los prisio­neros judíos habrían consistido en un combate por la dignidad, un intento de conservar alguna cuo­ta de la humanidad de la que los nazis buscaban despojarlos me­diante su programado dispositivo de exterminio. La investigación de Gilbert no se propone negar de plano este aspecto de la música en los guetos y en los campos, pe­ro deja bien en claro que reducir toda manifestación artística a un gesto de autoafirmación de la pro­pia identidad conduce a una ho­mogeneización de la vida cultural que pasa por alto su extraordinaria complejidad.

En el caso de las canciones ela­boradas y difundidas en los gue­tos, por ejemplo, Gilbert apunta que "considerarlas al pie de la letra representa pasar por alto su complicada interacción con una realidad que no sólo describen si­no de la que también forman par­te". Es decir: la música es un tipo particular de documento de época, desde el momento en que es, a su vez, parte del entramado social del cual se nos ofrece como testimo­nio. Ella misma es una rueda del engranaje: puede funcionar, en algunos casos, como contraseña, pero también como mercancía. La circulación de la música en los campos y en los guetos podía con­sistir, además, en un intento por mantener, aun en medio del ho­rror, una cuota de "normalidad", una conexión con la vida ante­rior de esas comunidades ahora confinadas. Una conexión con el pasado que, en muchos casos, implicaba la reproducción de las conductas sociales previas, entre las que, como no podía ser de otro modo, se observaban también aspectos más oscuros de esa na­turaleza humana que la música supuestamente exalta. El capítu­lo dedicado al gueto de Varsovia es emblemático en este sentido: hay una distancia enorme entre los conciertos en los teatros y las funciones de cabaret a las que só­lo unos pocos y acomodados in­tegrantes de la comunidad acce­dían, y una gran mayoría de per­sonas (doblemente marginadas, por los nazis primero, y por las propias elites del gueto después) para las que el único contacto con la música eran las voces y los violines de los artistas que pedían limosna en las calles. Artistas, las más de las veces, que se despla­zaban continuamente entre esos extremos: tocando en las calles durante el día y en los teatros y salones por la noche. Y entonces la pregunta: ¿cómo hacer para que la descripción de una reali­dad plagada de contradicciones y mezquindades no se convierta en una ofensa a la memoria de las víctimas del Holocausto? La res­puesta de Gilbert está en el méto­do riguroso de análisis: en última instancia, el repertorio musical de los guetos y los campos debe ser abordado sin perder de vista el particular tipo de comunidad en el que circulaban. La retórica redentora, por ejemplo, pasa por alto que, al momento de la pro­ducción de estas composiciones, sus protagonistas ignoraban los acontecimientos posteriores, que nosotros hoy ya conocemos. Y aún cuando intuyeran el terrible final en gran medida por una estrategia (des)informativa cuidadosamente diseñada por los nazis.

"El horror, el horror"
Dice Gilbert: "Los enunciados de resistencia heroica mistifican y descontextualizan el fenómeno, optando en cambio por clichés e historias consoladoras (...) Cual­quiera sea su poder, la música, en última instancia, sólo podía ser un componente muy pequeño de la estructura del campo o del gueto. Y mientras nos permite penetrar en algunos de los aspectos más contundentes de la vida en cauti­verio –las ideas que preocupaban a las víctimas y las formas en las cuales las formulaban para sí mis­mas– puede observarse con mayor provecho y honestidad desde una perspectiva amplia." Una perspec­tiva que, para la autora, implica que "deberíamos tener siempre presente en nuestras mentes la at­mósfera de miedo, incertidumbre, violencia, enfermedad, hambre y muerte que caracterizó la vida en los campos y en los guetos y que impregnó todos sus aspectos.

La música en el Holocausto toma cuatro escenarios diversos para desplegar la complejidad de la vida musical en cautiverio: los guetos de Varsovia y Vilna y los campos de concentración de Sach­senhausen y Auschwitz. Delibera­damente se deja fuera del marco de la investigación el campo "mo­delo" de Theresienstadt, en el que los nazis confinaron a una serie de músicos profesionales a los que alentaban a la producción artística para luego mostrar esa producción como un ejemplo de trato huma­nitario a las víctimas. "La música", señala Gilbert, "era un poderoso símbolo de las diferencias, marca­ba la división entre quienes tenían un libre acceso a ella y quienes no, y reflejaba el trato diferente que recibían los distintos grupos nacionales, políticos o religiosos según el rango jerárquico de los prisioneros". Podía llegar incluso –en las orquestas de prisioneros o las sesiones de canto obligatorias de Auschwitz– a convertirse en un instrumento más de la maquina­ria de deshumanización.

El principal mérito de La mú­sica en el Holocausto reside, en­tonces, en ofrecer un panorama sumamente rico y complejo de la actividad cultural en los guetos y campos de exterminio, incorpo­rando aspectos que la investiga­ción suele mantener separados. seres humanos confinados durante el nazismo reaccionaron e interpretaron lo que les estaba sucediendo".

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