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En el  momento de abordar el tema del cruzamiento entre culturas, es decir, de  las formas que adoptan el encuentro, la interacción y la combinación de  dos sociedades concretas, una duda me embarga: ¿en qué plano se situará  mi discurso? Como sociólogo, estudiaría los efectos de cohabitación de  múltiples grupos culturales en un mismo suelo o bien las formas de  aculturación que sufre una población de emigrantes. Como literato,  establecería la influencia de Sterne en Diderot o los efectos del  ambiente bilingüe en la escritura de Kafka. Como historiador,  constataría las consecuencias de la invasión turca sobre la Europa  sudoriental en el siglo XIII, o bien las de los grandes descubrimientos  geográficos sobre la Europa occidental en el XVI. Por último, como  epistemólogo, me preguntaría por la especificidad del conocimiento  etnológico o por la posibilidad general de comprender a quien es  distinto a mí.
 Esta  actitud, pues, está bien documentada y resulta perfectamente  defendible. Sólo que uno tiene la sensación de que resulta incompleta.  Porque en estas investigaciones no se habla de sustancias físicas ni  químicas, sino de seres humanos; y el racismo, el antisemitismo, los  trabajadores emigrantes, los umbrales de la tolerancia, el fanatismo  religioso, la guerra y el etnocidio son nociones cargadas de un gran  peso afectivo, respecto a las cuales es inútil aparentar indiferencia.  Tal vez hayan existido en la historia momentos en que fuera posible  hablar con distancia e imparcialidad (aunque yo no los conozco); lo  cierto es que, en la Francia actual, quedaría un poco irrisorio el  intento de mantener un tono puramente académico mientras numerosos  individuos padecen cotidianamente, en cuerpo y alma, a causa del  “cruzamiento”.
 Pero  aquí surge una dificultad adicional, propia del campo de las relaciones  interculturales: todo el mundo parece estar de acuerdo en este momento  sobre cuál es su estado ideal. La cuestión es digna de asombro. Mientras  que los comportamientos racista pululan, nadie se declara de ideología  racista. Todo el mundo está a favor de la paz, de la coexistencia  mediante la mutua comprensión , de los intercambios equilibrados y  justos, del diálogo eficaz; y sin embargo seguimos viviendo en la  incomprensión y la guerra. 
 JUICIOS SOBRE LOS OTROS
 Solamente  se es extranjero a los ojos de los autóctonos, no se trata de ninguna  cualidad intrínseca; decir de alguien que es extranjero, sin duda es  decir muy poco. Hay un paralogismo que la xenofilia comparte con la  xenofobia, e incluso con el racismo y que consiste en postular la  solidaridad entre las distintas propiedades de una misma persona:  incluso si tal individuo es a la vez francés e inteligente, tal otro a  la vez argelino e inculto, esto no permite deducir los rasgos morales de  los rasgos físicos y aún menos extender semejante deducción al conjunto  de la población.
 La  xenofilia presenta dos variantes, según que el extranjero en cuestión  pertenezca a una cultura globalmente percibida como superior o como  inferior a la propia. Los búlgaros que admiran “Europa” ejemplifican la  primera; la segunda es habitual en la tradición francesa (y en las demás  tradiciones occidentales): la del buen salvaje, es decir, la de las  culturas extranjeras que se admiran precesiamente en razón de su  primitivismo, de su retraso, de su inferioridad tecnológica. Esta última  actitud sigue viva en nuestros días y es posible identificarla con  claridad en el discurso ecologista o tercermundista.
 Lo  que hace que estos comportamientos xenófilos no sean antipáticos, pero  sí poco convincentes, es lo que tienen en común con la xenofobia: la  relatividad de valores en que se basan; es como si yo afirmara que la  visión de perfil es intrínsecamente superior a la visión frontal. Otro  tanto podría decir del principio de la tolerancia, al que de tan buena  gana apelamos en la actualidad. Gusta oponer la tolerancia al fanatismo y  juzgarla superior. La tolerancia sólo es una cualidad si los objetos  sobre los que se ejerce son de verdad inofensivos: ¿por qué condenar a  los demás, como no obstante se ha hecho en innumerables ocasiones, por  el hecho de ser distintos de nosotros en sus constumbres alimentarias,  indumentarias o higiénicas? Por el contrario, la tolerancia carece de  sentido cuando los “objetos” en cuestión son las cámaras de gas o bien,  por poner un ejemplo más lejano, los sacrificos humanos de los aztecas:  la única actitud aceptable respecto a estas prácticas es la condena  (aunque tal condena no nos diga si se debe intervenir para hacerla cesar  ni cual debe ser la intervención). Ocurre lo mismo, por último, con la  caridad cristiana y la piedad hacia los débiles y los vencidos: así como  sería abusivo afirmar que alguien tiene razón por el hecho de ser más  fuerte, también sería injusto afirmar que los débiles siempre tienen  razón debido a su misma debilidad.
 Personalmente  creo que la piedad y la caridad, la tolerancia y la xenofilia no deben  descartarse radicalmente, pero no forman parte de los principios en que  se funda el discernimiento. Si yo condeno las cámaras de gas o los  sacrificios humanos, no lo hago en función de tales sentimientos, sino  en nombre de principios absolutos que proclaman, por ejemplo, la  igualdad jurídica de todos los seres humanos o bien el carácter  inviolable de las personas. Pero otros casos no son tan evidentes: los  principios son abstractos y su aplicación plantea problemas. Permitir  que el comportamiento cotidiano sólo se guíe por principios abstractos  conduce muy pronto a los excesos del puritanismo, en que se veneran las  abstracciones antes que los seres. La piedad y la tolerancia tienen su  lugar pero forman parte de las intervenciones prácticas, de las  reacciones inmediatas, de los gestos concretos, y no de los principios  de la justicia o de los criteros sobre los que basar los juicios.
 Pero  ¿no es en sí mismo reprensible juzgar las culturas ajenas? Ese parecer  ser, por lo menos, el consenso de nuestros contemporáneos ilustrados (en  cuanto a los otros, evitan manifestarse en público).
 Yo  creo que detrás del temor a jerarquizar y juzgar está el espectro del  racismo. Desde luego Buffon y Gabineau se equivocaban al concebir las  civilizaciones en forma de una núnica pirámide cuya cúspide estaría  ocupada por los rubios germanos o por los franceses, y la base, o mejor  dicho el fondo o el culo del recipiente, por los pieles rojas y los  negros. Pero su error no consiste en haber afirmado que las  civilizaciones son distintas y no obstante comparables, porque de lo  contrario se cae en negar la unidad del género humano, lo que conlleva  “riesgos y peligros” en absoluto menos graves; el error consiste en  haber postulado la solidaridad de lo físico y lo moral, del color de la  piel y de las formas adoptadas por la vida cultural. Pero incluso si  suponemos que se ha establecido esta correlación entre lo físico y lo  moral (lo cual no es el caso en la actualidad), y que ha puesto de  manifiesto una jerarquía en el plano de las cualidades físicas, de ahí  no se deduce que se deban abrazar posiciones racistas. Sentimos temor  ante la idea de que puedan descubrirse desigualdades entre las distintas  partes de la humanidad, como entre los géneros. Pero no hay por qué  temer lo que sigue siendo un puro problema empírico, pues, cualquiera  que sea la respuesta, no bastaría para dar pie a una ley desigualatoria.  El derecho no se basa nunca en los hechos, la ciencia no puede crear  los objetivos de la humanidad. El racista que sí fundamenta la  desigualdad jurídica en una supesta desigualdad de hecho; lo escandaloso  en la transición, mientras que la observación de las desigualdades no  es de por sí en absoluto reprensible.
 No  hay ninguna razón para renunciar a la universalidad del género  humano; no es posible decir que tal cultura, tomada como un todo, es  superior o inferior a tal otra, pero sí que tal rasgo de una cultura,  sea de la nuestra o de otra ajena, tal comportamiento cultural es  condenable o loable. Al tener demasiado en cuenta el contexto -histórico  o social- se excusa todo; pero la tortura, para poner un ejemplo, o la  escisión, por poner otro, no son justificables por el hecho de que se  practiquen en el marco de tal o cual cultura concreta.
 INTERACCIÓN CON LOS OTROS
 Desde  que existen, las sociedades humanas mantiene entre sí relaciones  mutuas. Así como es imposible imaginarse a los hombres viviendo en un  principio aislados para sólo después constituir la sociedad, tampoco se  puede concebir una cultura sin ninguna relación con las demás culturas:  la identidad nace de la (toma de conciencia de la) diferencia; además,  una cultura no evoluciona si no es a través de los contactos: lo  intercultural es constitutivo de lo cultural. E igual que el individuo  puede ser filántropo o misántropo, las sociedades pueden valorar sus  contactos con as otras sociedades o bien, por el contrario, su  aislamiento (pero jamás llegar a practicarlo de un modo absoluto).  Volvemos a encontrar aquí los fenómenos de xenofilia y xenofobia, junto  con, en el primer caso, manifestaciones como la pasión por lo exótico,  el deseo de evasión o el cosmopolitismo, y en el segundo, las doctrinas  de la “pureza de la sangre”, el elogio del enrizamiento y los cultos  patrióticos. 
 ¿Cómo  juzgar los contactos entre culturas (o su ausencia)? Podría decirse que  ambas cosas son necesarias: los habitantes de un país disfrutan de un  mejor conocimiento de su propio pasado, de sus valores y de sus  costumbres, en la misma medida en que están abiertos a otras culturas.  Pero esta simetría es evidentemente engañosa. En primer lugar, la imagen  de unidad y de homogeneidad que toda cultura gusta de tener de sí misma  procede de una propensión del espíritu, no de la observación: sólo  puede ser una decisión a priori. Interiormente, toda cultura se  constituye mediante un constante trabajo de traducción (¿o deberíamos  decir de trascodificación?); por una parte, porque sus miembros se  distribuyen en subgrupos (de edad, de sexo, de orígenes, de pertenencia  socio-profesional); por otra, porque las mismas vías por las que se  comunican esos subgrupos no son isomorfas: la imagen no es convertible  sin restos lingüísticos, como tampoco es posible la operación inversa.  Esta “traducción" incesante es en realidad lo que asegura el dinamismo  interno de la sociedad.
 Por  añadidura, si bien la atracción por lo extranjero y su rechazo son dos  actitudes bien documentadas, parece ser que las de rechazo son mucho más  numerosas. Aún cuando se crea que ambas actitudes son necesarias, sólo  la segunda merece un esfuerzo consciente e implica un deber ser distinto  del mero ser. Siguiendo a Northrop Frye, se puede denominar  transvaloración a esa vuelta sobre sí mismo de la mirada previamente  informada por el contacto con otro, y decir que constituye en sí misma  un valor, mientras que lo contrario no lo es. Contra la metáfora  tendenciosa del enraizamiento y el desarraigo, habría que decir que el  hombre no es una planta y que eso mismo constituye su privilegio; y que  así como el progreso del individuo (del niño) consiste en pasar del  estado en que el mundo sólo existe en y para el sujeto a otro estado en  que el sujeto existe en el mundo, el progreso “cultural” consiste en el  ejercicio de la transvaloración.
 El  contacto entre las culturas puede fracasar de dos maneras distintas: en  el caso de máxima ignorancia, pero sin influencia recíproca y en el de  la destrucción total: la guerra de exterminio  - en el que hay bastante  contacto, pero un contacto que concluye en la desaparición de una de las  dos culturas: es el caso de las poblaciones indígenas de América, con  algunas excepciones. El contacto presenta innumerables variedades, que  se podrían clasificar de miles de maneras. Digamos desde el principio  que aquí la reciprocidad es más bien la excepción de la regla.
 Desde  otro punto de vista, se puede distinguir entre interacciones con mucho y  con poco efecto. Recuerdo el sentimiento de frustración que me  embargaba al concluir una animada conversación con amigos marroquíes o  tunecinos que padecían la influencia francesa; o con los colegas  mexicanos que se quejaban de la de Estados Unidos. Parece ser que  estuvieran abocados a una elección estéril: o bien adopción ciega de los  valores, los temas, e incluso la lengua de la metrópolis, o bien el  aislamiento, el rechazo de la aportación “europea”, la valorización de  los orígenes y las tradiciones, lo que a menudo revierten en la repulso  del presente y el rechazo, entre otras cosas, del ideal democrático.  Cualquiera de los dos términos me parece tan poco deseable como el otro;  pero ¿cómo es posible eludir la elección?
 He  encontrado esta respuesta en un campo particular, el de la literatura,  en la obra de uno de los primeros teóricos de la interacción cultural:  en Goethe, el inventor del concepto de literatura universal, Weltliteratur.  Cabría suponer que la literatura universal no es más que el mínimo  común denominador de las literaturas del mundo. Las naciones de Europa  occidental, por ejemplo, han terminado por reconocer un fondo cultural  común -los griegos y los romanos- y todos han admitido dentro de su  propia tradición algunas obras procedentes de sus vecinos: un francés no  ignora los nombres de Dante, Shakespeare y Cervantes, y, en la era  actual, es posible imaginar que algunas obras maestras chinas y  japonesas, árabes e indias, se agregarán a esta breve lista.
 Pero  no es exactamente esta la idea que se hacía Goethe de la literatura  universal. Lo que le interesaba eran precisamente las transformaciones  que sufre cada literatura nacional en la época de los cambios  universales. Y señala una doble vía a seguir. Por un lado no es  necesario renunciar por completo a la propia particularidad, sino todo  lo contrario: ahondarla, por así decir, hasta descubrir en ella lo  universal. “En cada particularidad, tanto si es histórica o mitológica  como si procede de una fábula o ha sido inentada de manera más o menos  arbitraria, se verá cada vez más brillar y transparentarse lo universal a  la través del carácter nacional e individual”. Por otra parte, de cara a  la cultura extranjera, no hay que someterse, sino ve otra expresión de  lo universal y, por lo tanto, buscar el modo de incorporarla: “Hay que  aprender a conocer las particularidades de cada nación, con el fin de  aceptarlas, que es precisamente lo que permite entrar en intercambio con  ella: pues las particularidades de una nación son como su lengua y su  moneda.”
 El  reconocimiento de lo ajeno sirve para el enriquecimiento propio: en  este campo dar es recibir. No se encontrará en Goethe ningún rastro de  purismo, ni lingüístico ni de ninguna otra clase: “El vigor de una  lengua no se manifiesta en el hecho de que rechace lo que le es extraño,  sino en que lo incorpore”; asimismo, practica lo que él llama, un poco  irónicamente, el “purismo positivo”, es decir, la absorción de los  términos extranjeros de que carece la lengua propia. Más que el mínimo  común denominador, lo que Goethe busca en la literatura universal es el  máximo común múltiplo.
 ¿Sería  posible concebir una política cultural inspirada en los principios de  Goethe? El estado moderno y democrático, el Estado francés por ejemplo,  no se priva de empeñar su responsabilidad y sus fondos en una política  cultural internacional. Si los resultados suelen ser decepcionantes, hay  una razón que desborda ese terreno particular. Se podría decir que el  objetivo de la política intercultural debería consistir, sobre todo, en  la importación más bien que en la exportación. Los miembros de una  sociedad no pueden practicar espontáneamente la transvaloración si  ignoran la existencia de cuantos valores no les son propios; el Estado,  que es una emanación de la sociedad, debe ayudar a hacerlo accesible: la  elección sólo es posible a partir del momento en se está informado de  su existencia. Si en el siglo XIX la cultura francesa jugó un papel  predominante, no fue porque se subvencionara su exportación, fue porque  era una cultura viva que, entre otras cosas, acogía con avidez cuanto se  hacía en el exterior. Al llegar a Francia en 1963, procedente de mi  pequeño país afectado de xenofilia, me sorprendió descubrir que en un  terreno particular, el de la teoría literaria, no sólo se ignoraba lo  que había escrito en búlgaro y ruso, lenguas exóticas, sino también en  alemán e incluso en inglés; asimismo, mi primer trabajo en este país  consistió en una traducción del ruso al francés... Esta falta de  curiosidad por los otros es un signo de debilidad, no de fuerza: se  conocen mejor en Estados Unidos las reflexiones francesas sobre la  literatura que a los críticos norteamericanos en Francia; sin embargo,  los angloamericanos no parecen sentir la necesidad de subvencionar la  exportación de su cultura. Hay que ayudar a las traducciones al francés  antes que a las del inglés: la batalla de la francofonía se desarrolla  ante todo en la propia Francia.
  La  constante interacción entre las culturas desemboca en la formación de  culturas híbridas, mestizas y criollas, en todos los grados: desde los  escritores bilingües, pasando por las metrópolis cosmopolitas, hasta los  Estados pluriculturales. Hace falta que haya integración para poder  hablar de una cultura (compleja) y no de la existencia de dos  tradiciones autónomas, pero la cultura integrante (y por lo tanto  dominante), sin dejar de mantener su identidad, debería enriquecerse por  las aportaciones de la cultura integrada y descubrir una vía de  expansión en lugar de anodinas evidencias. 
  La  transvaloración es en sí misma un valor. ¿Equivale a cedir que todos  los contactos e interacciones con los representantes de otra cultura son  hechos positivos? Eso sería recaer en las aporías de la xenofilia: lo  ajeno no es bueno por el simple hecho de ser ajeno; determinados  contactos tienen efectos positivos, pero no así otros. La mejor  consecuencia del cruzamiento entre culturas suele consistir en la mirada  crítica que uno vuelve hacia sí mismo, lo cual no implica en absoluto  la glorificación de lo ajeno.
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