Libertad, imaginación y placer se unen en el juego, una conducta humana que sigue encerrando misterios. En este recorrido, un panorama de las principales teorías que lo han estudiado, de la cultura griega al auge de la neurobiología.
Por: Eva Tabakian
El juego es junto a su simpleza y universalidad, tal vez, la actividad más enigmática del ser humano. Reúne tal cantidad de cualidades que ha atraído a pensadores de todas las disciplinas y ha sido objeto de innumerables observaciones y teorizaciones. La falta de un propósito utilitario, su aparente libertad regulada sin embargo por leyes imperceptibles a primera vista y el placer y el goce que proporciona lo localizan en una zona de privilegio entre las prácticas del hombre.
En filosofía, la noción de juego desempeña un papel importante en muchas de las teorías estéticas, psicológicas y antropológicas. Schiller, por ejemplo, en sus Cartas sobre la educación estética, considera que el impulso lúdico es el fundamento de todo impulso artístico. Entre tanto, un filósofo más cercano a la psicología, Herbert Spencer plantea la existencia de un instinto de juego que se explicaría a partir de una energía biológica sobrante que se aplica en dos formas, una inferior, el deporte y una superior que es el arte. Ya los griegos, siempre pioneros en lo que hace a creación de valores en la historia de Occidente, habían transitado estas dos vertientes, el deporte en la creación de las olimpíadas y el teatro en su forma primera, fundando con ellas dos rasgos esenciales de su cultura. Esta idea del filósofo Spencer del impulso lúdico como una energía psíquica sobrante estuvo muy difundida a fines del siglo XIX y comienzos del XX y prácticamente todas las concepciones naturalistas han adherido a ella.
Entre la multitud de teorías sobre el juego cabe señalar las que lo consideran una consecuencia del impulso de imitación, o la expresión de un deseo de dominio, o una actividad completamente desinteresada. Sin embargo, el primer gran teorizador del juego, el historiador holandés Johan Huizinga, rechaza todas estas posiciones al sostener que el juego es una función del ser vivo (léase no solo del hombre) y como tal función está dotada de independencia respecto de otras actividades. En Homo ludens (1940), afirma que "no se trata, para mí, del lugar que al juego corresponda entre las demás manifestaciones de la cultura, sino en qué grado la cultura misma ofrece un carácter de juego." En este sentido, Huizinga estudia el juego como función creadora de cultura que se manifiesta en el Derecho, en la guerra, en el saber, en el arte y en la filosofía. Este planteo le permite pensar la cultura como estando o no bajo la égida del juego y separar las épocas en que lo lúdico es muy importante, como en la vida medieval (tal como ilustran los cuadros de Brueghel el Viejo con sus plazas llenas de gente que se entretiene en distintas actividades de juego), de otras en las que es mucho menor como en el siglo XIX en el que los descubrimientos de las ciencias hacen que lo lúdico se desplace a un segundo plano. Siguiendo en el campo de lo filosófico, es interesante observar el papel del juego en la filosofía de Martín Heidegger, para el cual el juego permite dejar ser la cosa como cosa y de este modo nos posibilita acercarnos al ser de la misma, un ser dice Heidegger que "juega el juego del mundo". Por medio del juego, tal como con otros conceptos, lo que este pensador piensa es en un más allá de la metafísica donde el principio de razón y de no contradicción no rijan la especulación sobre el ser y para esto el mejor camino es salirse de la pregunta por el ¿por qué? y permitirse pensar por fuera de los rigurosos pero estrechos senderos del pensamiento racional.
Pareciera sin embargo que, aún partiendo de distintos intereses, las dos disciplinas que han tomado el juego como cuestión propia, por su pertinencia al mundo infantil, son la educación y el psicoanálisis. La teoría de Jean Piaget, que ha sustentado tantos planteos de aprendizaje, se localiza dentro de la psicología de la conciencia, y por lo tanto, considera el juego como una conducta. Esta conducta, como tal, debe cumplir con ciertos requisitos: que se realice simplemente por placer, que no tenga otro objetivo que su propia consecución (el juego no persigue ni eficacia ni resultados), que el niño lo realice por iniciativa propia, y finalmente que exista un compromiso activo por parte del sujeto. Lo importante del planteo de Piaget, que se contrapone a otras corrientes psicológicas, es que el juego no es una actividad adaptativa, no persigue el equilibrio entre asimilaciones y acomodaciones. Por el contrario, aparece como uno de los polos de ese equilibrio, el del predominio de la asimilación, donde el niño no se adapta al mundo, sino que lo deforma en el ámbito del juego, conforme a sus deseos, asimilando así lo real al yo.
También en el marco de la conducta pero con el agregado de la adaptabilidad y la búsqueda de bienestar como elementos centrales, aparecen los nuevos estudios de las neurociencias que plantean el juego como un componente imprescindible en la sociabilización y optimización de las performances humanas. Uno de los voceros más activos de esta tendencia es el médico psiquiatra norteaméricano Stuart Brown (A jugar, Editorial Urano, Barcelona, 2010) quien comenzó sus estudios sobre el juego a partir de la investigación de los antecedentes de asesinos, en especial de los que cometen matanzas al estilo de Charles Whitman, el de la Torre de la Universidad de Texas, en el año 1966 . En todos los casos estudiados se constató que estas personas habían sido privadas, por distintos motivos, de practicar libremente el aspecto lúdico de sus vidas. Este médico propone una fisiología del juego y una taxonomía que permita extrapolar los elementos del juego animal e infantil a las actividades de los adultos para mejorar la calidad de vida de los humanos. Para él hay un punto inicial de juego que es aquella escena en que la madre observa al bebé (un bebé que está en edad de sonreír) y ante este hecho le propone palabras, susurros, canciones o morisquetas. Según los estudios neuronales se ha observado, dice, que cuando se da esta situación, el hemisferio cerebral derecho de uno está en sintonía con el otro. Señala también que el juego nace a partir de la curiosidad y la exploración, pero también es una herramienta para pertenecer al grupo social. En este sentido separa los juegos grupales de los individuales. Entre los primeros destaca, a partir de su observación de los cachorros de animales salvajes, los juegos bruscos que recomienda permitir en la etapa escolar porque zambullirse, golpear, silbar y gritar permiten la regulación emocional. Los individuales, más específicamente, los imaginativos permiten elaborar una narración interna, que finalmente se constituirá como nuestra propia historia interior.
Pero ¿qué produce el juego en el cerebro? Mucho, aun cuando a causa del poco apoyo que se le brinda a estas investigaciones, no se pueda saber todavía la especificidad de este bienestar. Sin embargo, hay evidencia científica de que nada estimula el cerebro como jugar, entre otras cosas porque envía gran cantidad de impulsos al lóbulo frontal y ayuda a desarrollar la memoria contextual. Para Brown, el acercamiento de las neurociencias al juego es la gran aventura del futuro.
El modo de investigación de este grupo se puede observar en el siguiente ejemplo. Se considera que el mundo animal está programado de manera que hay un determinado período de su juventud en el que el animal juega.
Entonces, tomando un número de ratas, se reprime este comportamiento en un grupo de estudio mientras se lo permite en otro y luego de un tiempo se les presenta a ambos grupos un collar con olor a gato. Ambos grupos se ocultan, pero las no jugadoras quedan en su escondite, no salen ya y, por lo tanto, mueren. Las otras, en cambio, salen a explorar el medio y comienzan a moverse otra vez. Para los investigadores del juego, esto significa, teniendo presente que las ratas tienen los mismos neurotransmisores que nosotros, que el juego es muy importante para nuestra sobrevivencia. La mayoría de los ejemplos y conclusiones derivan de este tipo de extrapolaciones.
En lo estrictamente humano, Brown considera que lo específico de nuestra especie es que estamos diseñados para jugar toda la vida. El juego permite entrar en confianza que siempre se pierde en el mundo adulto y esto es lo que hay que recobrar. "Somos las criaturas más flexibles, joviales, plásticas y, por lo tanto las más lúdicas y esto nos da una ventaja en la adaptabilidad". Y propone entonces que cada uno intente realizar su propio "historial de juego personal" recuperando las vivencias placenteras de las actividades lúdicas. A partir de allí, aconseja "ir hasta la imagen más clara, alegre y juguetona que tengan y comiencen a construir desde esa emoción la forma en que se conecta con su vida actual y encontrarán que pueden cambiar de trabajo o serán capaces de enriquecer su vida priorizándola y prestándole mayor atención."
Como bien se puede observar, Brown pertenece a lo más selecto de la tradición de las neurociencias y no pierde de vista, ni un instante, la ideología que las transita desde su inicio: la idea de un hombre sin conflictos, adaptado a su "medio ambiente", disfrutando de lo "bueno de la vida". La idea de especie, la homologación del mundo animal y el humano, la naturalización de los conflictos y el optimismo simplista hacen del individuo que la neurobiología propone un hombre liso, sin humor que evita sus pasiones y las sustituye por los paisajes placenteros de lo convencional. Esto se ve reforzado por las imágenes elegidas por Stuart Brown para ilustrar el video en el que propone su teoría acerca del juego. Todas ellas tienen el aspecto idílico de las postales o de los afiches de películas norteamericanas que postulan la posibilidad siempre a la mano de lograr la felicidad completa.
Es interesante contraponer la visión de una especialista en el trabajo con niños, la psicoanalista Alba Flesler, autora de El niño en análisis y el lugar de los padres ,para poder ofrecer otra vertiente en la comprensión del juego. Ella plantea que no todos los niños juegan y que este hecho ofrece, ya desde un inicio, la evidencia de que el carácter del juego humano no es natural. Ahondando su distancia del reino animal, la diferencia para el ser humano radica en que no es suficiente estar vivo para existir.
"Los animales también juegan, pero ellos nunca recrearán su existencia en personajes diferentes y renovados que los habiliten a perder el destino de la especie que los vio nacer. Tampoco, por mucho que se esmeren, representarán un papel por fuera del indicado por su naturaleza animal. Jugar a la escondida o a cambiarse el disfraz, no es sino proponerse ser otro que el que habitualmente se es. Alivianándose de una identidad que lo esclavizaría, el niño que juega se aligera de la fijeza que rigidiza y empobrece la vida y muestra el abismo que lo separa de otros vivientes. Desde una perspectiva estrictamente lógica, podríamos decir que el juego para el ser humano, más que necesario para la vida es imprescindible para la existencia." Es que para Flesler, el juego humano, lejos de ser reproductivo de un acontecimiento anteriormente vivido, es productivo de una diferencia radical.
"Iniciamos nuestras vidas con reglas de juego cuyo guión escribieron otros. Tal vez esa razón promovió en Freud la idea de que el niño es un juguete erótico. Sin embargo, en el juego cada niño crea, a la altura de otros creadores, una escena distintiva, lúdicamente distante del espacio que lo vio nacer. A pesar de ello, merece recordarse que la escena lúdica es escurridiza, delicada y requiere para su despliegue de un elemento esencial y necesario: el intervalo. Para que haya juego es preciso un intervalo en el espacio inaugural previsto para un niño al nacer. El juego sólo se engendra en los contingentes intersticios entre el niño esperado y el niño hallado. En ese intervalo late la subjetividad, anhelante de escribir su propio texto".
Aquí se trata, en principio, de sujeto, de un sujeto hablante y por lo tanto deseante, que crea y es creado, que juega y es jugado, poniendo en juego siempre su estatuto de ser lo que es. El animal juega, es cierto, pero siempre como un entrenamiento para su vida futura, imitando las conductas que realizará de adulto, por eso es más importante el juego en su juventud. Su juego lo prepara para el comportamiento de especie: la caza, el escondite, la aprehensión del objeto, su ocultamiento, y sus logros son de este tenor.
Lo que subyace a la idea de comparar y extrapolar las conductas es, por supuesto y en primer lugar, el pensar en términos de conducta, pero más allá de esto, la tendencia de naturalizar lo humano hasta el extremo de lo que Elizabeth Rondinesco denomina "la derrota del sujeto". Para la historiadora del psicoanálisis, "la era de la individualidad sustituyó así a la de la subjetividad: dándose a sí mismo la ilusión de una libertad sin coacción, de una independencia sin deseo y de una historicidad sin historia, el hombre de hoy devino lo contrario de un sujeto." Probablemente, entonces, en estas aparentemente nuevas concepciones del juego, lo que vuelve es la impronta biologista y natural prometiendo una vez más en la historia de las ideas un bienestar y una felicidad extraídas del modelo del reino animal al que el hombre debe "adaptarse" si quiere lograr su felicidad.
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