Las dos Patrias del discurso político
Festejar 1810 o 1816 como origen de la Nación dividió las aguas desde el inicio. Hoy como ayer, la pelea se resignifica.
Por: Silvia Sigal
Es sabido que no se conmemoran fechas sino el sentido que se les atribuye. Ese sentido, especialmente cuando se trata de acontecimientos que marcan el origen de una colectividad, es el resultado de interpretaciones a través de las cuales los actores políticos buscan, apropiándose de su valor simbólico, legitimar sus proyectos. El 25 de mayo no fue una excepción. Designado en 1813 como el día en que nació la Patria, las celebraciones pusieron de manifiesto las luchas por definir de qué Patria se trataba. Exclusivamente porteña desde 1811, el 9 de Julio introdujo otra patria posible. Bernardino Rivadavia, que tan bien encarnaba el espíritu de Buenos Aires, optó por la suya, cancelando la celebración de Julio, y Rosas, nada sorprendentemente, restableció el día de la Independencia, sin renunciar a mayo, como una fecha con el mismo rango. A partir de Caseros la por entonces plaza de la Victoria fue testigo del retorno del 25 de Mayo, pero ya no tanto el de 1810 sino el rivadaviano, y en 1880, con la federalización de la ciudad, las autoridades intentaron borrar la Patria porteña y convertir a la fecha en día del nacimiento de la Nación.
El contraste entre la modestia del Centenario de 1916 y la magnificencia con la que el país celebró en 1910 menos el pasado que un promisorio presente, reveló que la problemática coexistencia de dos Patrias no había desaparecido, y que se optaba, nuevamente, por Mayo. La disyuntiva entre Mayo y Julio, históricamente acuñada, tampoco está ausente en el Bicentenario. A ese sentido ideológico se agrega otro, más directamente político, que está también inscripto en las interpretaciones de una conmemoración en buena medida obligada por el calendario más que buscada. La muy evidente disputa entre oficialismo y oposición no está centrada sin embargo en los avatares del 25 de Mayo sino en la comparación con el Centenario de 1910, casi un lugar común. Y como sucede tan a menudo en las luchas políticas por los significados, el enfrentamiento no es directo, en el mismo plano, sino que se cotejan dimensiones diferentes. El oficialismo, incómodo en una fecha con antecedentes unitarios, opta por las características mismas de los festejos del Centenario, para destacar críticamente el lugar ofrecido a la mirada y a los visitantes europeos, y contraponer un Bicentenario nacional, integrador de las provincias y las tradiciones. La oposición, en cambio, confronta el país de 1910 y el de 2010, para constatar en la Argentina del Bicentenario la ausencia de un proyecto de futuro, el deterioro del Estado y de las instituciones. En cuanto a los ciudadanos, es posible suponer que, si se detienen a comparar, verifiquen, una vez más, la decadencia argentina.
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