Podemos decir que nadie había reflexionado antes de Diderot (1713-1784), filósofo francés de la Ilustración, sobre el hecho siempre misterioso de que una persona represente a otra persona mediante la imitación y la asunción de actitudes, palabras, gestos, incluso carácter y aspecto físico, que no es otra que la tarea que desde sus comienzos ha realizado el actor. En su libro, “La paradoja del comediante, escrito en forma de diálogo, trata de deshacer equívocos y supuestos de uso corriente en su época acerca de la interpretación de los actores. Contra lo que por lo común se podía pensar, el actor debe emocionar al público, no emocionarse él, para lo cual debe tener capacidad de discernimiento, quedar libre de su propia sensibilidad y desarrollar mediante técnicas especiales su capacidad de imitación y de reflexión .El actor debe recurrir a su imaginación y a su memoria, y que todos los elementos han de ser procesados y ordenados racionalmente. Imaginación y memoria son las dos facultades con las que debe contar necesariamente el actor; la representación mental de una circunstancia pasada, el recuerdo, es la forma más elemental de la imaginación. Sobre este material, el actor no debe sentir, sino representar los signos externos del sentimiento; gestos, palabras, voz, ritmo, todo forma parte de la imitación que se forma a partir de la memoria. El actor no puede padecer dolor, ni melancolía, no puede estar alterado, sino utilizando lo trabajado en los ensayos como una técnica, de lo cual se libera después de su representación. La paradoja del comediante consiste precisamente en esto: el actor suscita emociones o sentimientos sin sentirlos él mismo, sino que deben ser los espectadores los que reciban la emoción. El actor concibe su personaje como una ficción, una ilusión, un recuerdo que no le condiciona afectivamente, en tanto que los espectadores identifican al actor con el personaje. El mejor actor es el que es capaz de olvidarse por completo de sí mismo para aplicar solamente una técnica mimética.
Una nueva paradoja surge en el concepto de naturalidad, pues la naturalidad, llevada al extremo, consigue sólo la vulgaridad, lo que no es significativo. En teatro, donde todo tiene que ser significativo, la naturalidad en sentido estricto no tiene cabida, pero si se abandona la naturalidad, entonces nos encontramos con la sobreactuación o la apariencia excesiva de lo representado, de modo que Diderot propone una naturalidad a la que llama escénica; tiene que mantener la cedibilidad sin ser vulgar, para lo cual, el comediante debe imitar fielmente las manifestaciones externas de los afectos, con los cuales todo el mundo se siente identificado. El verdadero talento del actor estaría en el conocimiento profundo de los afectos y sus manifestaciones exteriores, en la capacidad de imitarlos y hacerlos creíbles ante el público.
El valor de esta teoría para la historia de la interpretación es el hecho de que fue la primera vez en que se analizó desde planteamientos racionalistas el trabajo del actor, renunciando a la idea ingenua de que el mejor actor es el que más sentimientos y pasiones demuestra en escena mediante signos visibles. Al mismo tiempo se reconoce el trabajo del actor, no como una inspiración azarosa que puede aparecer en momentos determinados y no en otros, sino como un trabajo constante y disciplinado en el estudio del alma humana, en el conocimiento de sí mismo y en la ejercitación de todos sus recursos.
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