En el consultorio, el terapeuta sólo escucha la versión del paciente. Pero
al atender el celular durante la sesión, éste permite que ingrese alguien
de su vida e interactúa de forma espontánea con el mundo. Eso puede ser útil para entender mejor su contexto y leer entrelíneas, afirma la autora.
Por: Barbara Schildkrou
LA AUTORA de esta nota es psiquiatra investigadora del departamento de psiquiatría de la universidad de Harvard.
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Si bien la interrupción puede ser irritante, la verdad es que le doy la bienvenida al sonido de la música country o al tañido de campanas procedente del celular de un paciente durante una sesión de psicoterapia. El motivo es el siguiente.
El despacho de un psiquiatra es un lugar de confidencias, de modo que me ocupé de que fuera un espacio privado. Mi consultorio está separado de la sala de espera con dos paredes paralelas. La puerta también es doble. Una máquina de ruido blanco que está en el pasillo asegura aun más de ser posible, que nadie pueda oír lo que se dice en el interior del consultorio. Los pacientes controlan el flujo de la información, tanto la que llega como la que sale.
En este tipo de lugar aislado es más fácil reflexionar y descubrir ideas. Con este tipo de privacidad es más fácil que los pacientes se abran.
Sin embargo, una disposición tan bizantina crea ciertas limitaciones. ¿Qué cónyuge de un o una paciente no se ha preguntado si el analista se entera de toda la verdad? En el consultorio, el terapeuta sólo escucha la versión del paciente. Una vez que nos aislamos, ¿cómo podemos ayudar a los pacientes a pensar fuera de esa isla?
Una solución a ese dilema se presenta cuando mi paciente contesta el teléfono celular. Hay algo que invade el aislamiento del consultorio. El paciente permite que ingrese alguien de su vida, y tengo el privilegio de ver a la persona que tengo enfrente interactuando de forma espontánea con ese mundo.
La mayor parte de los pacientes aborda el llamado con una disculpa rápida. Luego apagan el teléfono, sorprendidos de haberse olvidado de hacerlo antes de entrar. Algunos filtran los llamados y están siempre disponibles para algunas personas.
Otros no dan ninguna importancia a las interrupciones y contestan cada vez que suena el teléfono. Hasta las conversaciones más breves pueden resultar reveladoras. "Estoy en lo de mi locólogo". "Estoy con la Doc S." ¿Quién hubiera dicho que me llamaban así? Para una familia soy "La gran B", por más que mido 1,57 con tacos.
Una mujer recibe un llamado de su hija adolescente. Uno de los temas de nuestras sesiones había sido cómo manejar la "conducta demandante" de su hija. El volumen está alto y las escucho a ambas. La hija insiste en algo trivial; la madre tiene una paciencia infinita y hasta se muestra solícita. Ahora veo que la conducta de la madre no le transmite a la hija que su comportamiento es problemático. La culpa hace que mi paciente oculte su rabia. Se sorprende cuando le digo con qué perfección mantiene la impostura y qué contraproducente es esa conducta.
Cuando llama el marido de otra paciente para saber el resultado de sus análisis médicos, percibo su ternura por ella. Y eso equilibra de algún modo lo que sé de los problemas sexuales que tienen.
Un órgano eléctrico resuena en el bolsillo del saco de otro de mis pacientes, un hombre joven. "¡Apuesto cien dólares a que es mi hermana!", dice. Es evidente que lo llama muy seguido, y a él parece gustarle. Lo extraño es que rara vez la menciona en terapia. Ahora entiendo por qué. Tiene miedo de que la dulzura de su relación fraterna se viera afectada si revelaba su aspecto competitivo.
Observo cómo otra paciente, una médica, hace malabarismos con una serie de llamados: un colega que quiere hacerle una consulta urgente; un hijo que quiere quedarse a dormir en casa de un amigo; un marido que quiere que de camino a la casa compre comida preparada; enfermeras preocupadas por infecciones, fiebre y hemorragias. Comprendo el estrés que supone pasar constantemente de temas triviales a asuntos de vida o muerte.
A veces los pacientes me dan sus teléfonos para que escuche los mensajes que reciben. Los escuchamos y discutimos si ambos advertimos las mismas sutiles implicaciones entre líneas.
Los pacientes también me muestran pequeñas pantallas iluminadas con fotos de sus mascotas y sus hijos, de departamentos que tal vez alquilen para mudarse a ellos, de la erupción que tuvieron la semana pasada (tanto en busca de diagnóstico como de empatía). Veo desórdenes que se convirtieron en motivo de rencillas familiares: el cuarto de un chico en el que hay toallas mojadas apiladas sobre ropa limpia; la mesa del comedor atestada que no permite sentarse a cenar.
Cuando se intenta apreciar la infinita complejidad de la mente de una persona, es útil concentrarse dejando el mundo afuera y creando un lugar de privacidad. Sin embargo, para entender el contexto –la vida del paciente fuera del consultorio– también es útil permitir el ingreso de algunos sonidos e imágenes.
Las imágenes valen más que mil palabras; también las voces. Los videos a los que ya se puede acceder en la mayor parte de los teléfonos celulares, pronto llegarán a mi consultorio.
© The New York Times y Clarin, 2010.
Traduccion de Joaquin Ibarburu.
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