Una serie de obras teatrales apunta a que el público experimente la anulación de algún sentido. Así, el "teatro ciego" invita a que los espectadores se internen en un espacio donde sonidos y olores son la única referencia. Un fenómeno que crece en Buenos Aires.
Por: Luján Francos
Agarrados de los hombros y formando un tren de no más de seis vagones humanos, el público va entrando en una sala de teatro absolutamente oscura, donde ni siquiera se ven las sombras. Nada. La mirada pasa a un último plano en esta esquina del Abasto donde funciona el Centro Argentino de Teatro Ciego (Zelaya 3006). Lo mismo da abrir o cerrar los ojos para los espectadores de A ciegas con Luz, absolutamente lo mismo. Una vez que ya están sentados alrededor de las mesas, gracias a la ayuda de un actor-mozo-acomodador, listos para este particular espectáculo musical gourmet, los diferentes sentidos irán tomando protagonismo según la propia percepción e imaginación de cada uno de los presentes. "Llevamos al espectador a que realmente vea sin ver lo que está pasando, porque se disparan en su cerebro estímulos que hacen que se recreen imágenes de algo que en realidad no está mirando", cuenta Martín Bondone, fundador junto a Gerardo Bentatti del Centro Argentino de Teatro Ciego, que es el único teatro en el mundo que brinda todos los espectáculos en total oscuridad.Minutos antes de entrar en la sala, Bondone explica, como un buen anfitrión, que la comida tiene seis etapas, empezando por la izquierda. Y que el postre es el último paso a la derecha. "Si empiezan por algo dulce es porque están comiendo el plato de su compañero", dice, y la risa es general entre el público expectante. La sorpresa al probar cada primer bocado, el intento de adivinar de qué se trata y los comentarios de los compañeros de mesa son parte del show. Reivindicados a la fuerza por esta negrura, el gusto, el olfato y por qué no el tacto, se expanden hasta límites apenas identificables. Se entablan conversaciones con personas que, además de ser totalmente desconocidas, no se ven entre sí, y hasta uno de los comensales se saca el reloj que tiene esfera fosforescente para no alterar la perfecta oscuridad.
"La diferencia que noto al tocar en una sala oscura es que la gente se concentra más en lo que escucha. Creo que hay una mayor conexión entre el artista y la audiencia", asegura el pianista Carlos Cabrera, que además es solista de la banda Sinfónica Nacional de Ciegos. La actriz y soprano Luz Yacianci –su nombre permite un paradójico juego de palabras en el título de la obra de la que es guionista– canta en vivo mientras el público va develando el misterio de sus tapas. "En la oscuridad hay una libertad, mi cuerpo se mueve al ritmo de mis pulsaciones, de mi aire, de lo que siento en ese momento y que no tiene que ver con la estética cotidiana que uno utiliza en cualquier otro show. Es interesante no tener la ocupación del vestuario, de la luz, sino poder verdaderamente cantar con todo el cuerpo, usar mi cuerpo como un instrumento". A diferencia de lo que suele ocurrir en el teatro tradicional, aquí los actores devienen sonidistas –casi todos los sonidos se hacen en vivo–, aromatizadores; algunos olores se logran con elementos naturales y otros con fragancias que hace un perfumista amigo, además tienen que sacar de escena todos los materiales antes del final de la obra.
El lugar sin límites
Gabriel Griro es ciego y se ocupa de atender las mesas, representa a Martínez, que es el dueño del cafetín donde se desarrollan las escenas, y además tiene que estar pendiente del público, tanto para llenar sus vasos (que gracias a un truco casi nunca se caen), como también para asistir a aquel que no soporte no ver y quiera abandonar la sala. "A cada uno le moviliza cuestiones internas como miedo, inseguridades. Es muy habitual ver gente que sale riéndose y no sabe de qué o llorando", relata.
Los límites del escenario no son fijos como en el teatro convencional. Los actores se mueven entre el público, que seguramente imagina una disposición del espacio muy diferente a la que puede ver al final del espectáculo, cuando por única vez se prende la luz. "Nosotros somos artistas de alto rendimiento, porque hay que estar muy concentrados en la oscuridad, es una gran responsabilidad trabajar con público tan cerca", afirma Yacianci.
Con respecto del espacio, Griro dice que "el gran mérito lo tienen los compañeros que ven, nosotros no vemos nunca, entonces nos da exactamente igual". Para Bondone el tema de la espacialidad es práctica. "La ventaja de las personas que vemos es que tenemos memoria fotográfica, en cambio la persona que no ve tiene que hacer primero un reconocimiento del espacio. Pero corremos con la desventaja de que no tenemos la práctica que tiene el que vive su vida sin ver".
La técnica del "teatro ciego" surge en Argentina de la mano de Ricardo Sued y está muy ligada a la oscuridad propia de los templos tibetanos. Caramelo de limón se presentó en Buenos Aires en 1994, con la actuación protagónica de Gerardo Bentatti, que en 2001 fundó el grupo Ojcuro, con el que estrenó la obra de Roberto Arlt, La isla desierta. "Un espectáculo tiene que tener muchísimas características para que pueda ser 'teatro ciego': un tempo de sorpresa que tiene que permanecer; la identificación del público con las ideas que uno intenta pintar en su mente; el cambio de sentido aplicado en algún momento funciona muy bien para que un espectáculo sea bueno. El tema de los cortes es muy importante, habría que pensarlo como un plano secuencia donde te traen los escenarios a vos", explica Bentatti. Esta modalidad de teatro, que conjuga elementos del lenguaje del cine y del radioteatro, está dirigida a personas videntes y también ciegas. Aunque, según Bondone, la proporción de público ciego que asiste es parecida a la de la población, que es del 2 por ciento. "A los espectadores ciegos les gusta mucho el tema de los olores y de las alturas que trabajamos acá y que la gente que ve a lo mejor no lo nota. Algunos personajes están más altos que otros, por ejemplo el que va arriba del caballo", cuenta Bentatti.
El Centro Argentino de Teatro Ciego, que tiene la mitad de los actores ciegos, produce la mayoría de las obras que presenta y ofrece diferentes estilos de espectáculos: de improvisación, de experimentación auditiva, musical, teatral. Durante este mes van a estrenar Babilonia FX, una especie de policial en formato de película, y el vodevil El crucero de los soutiens.
Un lenguaje para todos
Con la inclusión como denominador común, también sobre la calle Zelaya, en el teatro El Cubo se presentó Mondonga y Verdelinda, una obra que tiene la particularidad de combinar sobre el escenario la lengua de señas y el lenguaje oral y que está saliendo de gira por algunas ciudades del país. Mondonga es una chica muy simpática que va por los pueblos contando cuentos con la fisarmónica (def.: instrumento pequeño, de lengüetas libres, creado por Hoekel de Viena, en 1821), que heredó de su abuela. Cuando conoce a Verdelinda descubre que sus historias pueden ser contadas de muchas maneras porque Verdelinda habla otro idioma: habla con todo su cuerpo. "Siempre vi a la lengua de señas como un fenómeno de creación cultural, lingüística y humana de un grupo de personas que frente a la falta de audición genera un sistema vivo, completo, rico, expresivo y que, además, es un aporte a las comunidades lingüísticas, porque es totalmente distinto a las lenguas orales", afirma Gabriela Bianco. Ella es fundadora y directora de la Asociación de Artes y Señas (ADAS), que está integrada por artistas, docentes e investigadores con la misión de investigar, difundir y transmitir la lengua de señas en busca de un cambio de paradigma cultural, educativo y social.
"El mayor desafío de interpretar a Verdelinda es haber encontrado el punto de unión entre la lengua de señas como lenguaje escénico y mi profesión desde muy chiquita", cuenta la actriz Natalia Tesone, que tiene una pérdida en su audición. "Toda la obra tiene complejidad porque hay mucha destreza física, mucha espacialidad y, además, estoy cuidando constantemente la lengua de señas para que llegue la información al público sin perder la calidad de los personajes", concluye. "Cuando era chiquita iba al teatro, pero no entendía nada. Mi mamá me contaba en forma muy acotada lo que pasaba. Acá fue muy diferente, porque podía entender desde la emoción, la imagen, la actuación de las dos actrices", cuenta con alegría Lucía Fauve, una espectadora sorda de 22 años.
Lenguahares es el proyecto de ADAS que ofrece talleres para chicos, adolescentes y adultos vinculados a las artes y que además cuenta con la compañía de teatro, con actores sordos y oyentes. "No es un grupo de sordos, es un grupo de teatro y nos une la lengua de señas. Como público se sienten más atraídos los oyentes. Los sordos empezaron a venir, pero no tienen experiencia de espectadores porque no han tenido acceso", explica Bianco.
A diferencia del clásico intérprete que sólo mueve las manos, los performers señantes son actores y están incluidos en el proceso dramatúrgico, como es el caso de Verdelinda. Así, los actores sordos tienen la posibilidad de potenciar al máximo sus características naturales para lo escénico como consecuencia de la capacidad histriónica que tienen para comunicarse y los espectadores sordos pueden acceder a un espectáculo más rico, con verdaderos actores en vez de intérpretes.
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