Con una brutalidad inusitada, la pregunta se les plantea a muchos compositores contemporáneos actuales, luego de que los paradigmas que rigieron la composición musical hasta la mitad del siglo pasado entraron en crisis. Después de revisar la historia reciente de la música de tradición escrita, el autor del presente artículo propone su personal respuesta al problema.
Por: Tomás Gubitsch
Todo empezó el mismo día, cuando, muy angustiado por el atraso que había acumulado con una composición, decidí que me era absolutamente indispensable poner orden en mi pieza de trabajo. Empecé por la parte más recóndita de la biblioteca, donde se fueron acumulando el polvo y las partituras archivadas. Fue así como caí sobre el manuscrito de la primera pieza que escribí para orquesta y constaté, leyendo las fechas que en esa época anotaba, que hacía exactamente treinta años que practico esta actividad.
Un par de horas más tarde, escuché por la radio la lectura de un texto de presentación que Pierre Boulez escribió para una de sus obras. Brillante el texto, como de costumbre. Acto seguido, empezó a sonar Pli selon pli. No sabría decir exactamente por qué, pero al volver a escuchar la pieza después de tantos años, me acometió un tremendo ataque de risa.
Esa misma noche, recibí un mail de confirmación de otro encargo para la Orquesta Filarmónica de Lieja, en Bélgica. A la alegría por la buena noticia se le sumaron ipso facto las dos eternas cuestiones: ¿qué esperarán de mí? y ¿qué espero yo de mí? O, dicho de otro modo: ¿qué música hay que hacer hoy? Con estas preguntas, que podrían bifurcarse o ser precedidas por otra –¿por qué cuernos un compositor debería ocuparse de estas cuestiones en vez de hacer lo que se le ocurre?–, comenzó una reflexión que sigue ocupándome.
A partir del principio del siglo XX, la música elaboró una nueva manera de pensarse: una lectura peculiar de su propia historia. La piedra fundadora y fundamental sobre la que comenzaron a superponerse los ladrillos del atonalismo, del dodecafonismo, del serialismo, del postserialismo, en resumen, de toda la música culta del siglo XX, lleva nombre y apellido: Arnold Schönberg. El tomó conciencia, no ya de su música, sino del papel que su música debería ocupar dentro de la Historia de la Música. Así, con mayúsculas y todo. Se sintió impregnado de una misión prometeico-beethoveniana: compondría la música que debería componer. Comprobando que, mientras extendía sus límites, la música tonal estaba engendrando su propia destrucción, propuso una relectura de la historia donde el sistema dodecafónico y sus descendencias se convertían en el resultado/logro lógico e ineluctable de la evolución de la música occidental. Previendo la inminente implosión del sistema, Schönberg –que nunca negó su amor por sus predecesores: "soy un conservador que fue forzado a ser revolucionario", afirmaba– prefirió ocuparse de matar el sistema tonal por anticipado, un poco como se acaba con un caballo querido, pero condenado por alguna fractura.
El largo linaje que parte de las primeras polifonías y que, pasando por Monteverdi, Bach, Mozart, Beethoven, Brahms y Wagner –para citar algunos mojones significativos– llega a Mahler, sólo podía desembocar en la Escuela de Viena y sus apóstoles de la posguerra (Stockhausen, Boulez, Berio, Nono, etc.). Con semejante pedigrí, ¿cómo resistir a la tentación de desarrollar un pensamiento autorreferencial? "La Historia soy yo", parece clamar cada compositor del siglo XX.
Lo curioso es que su manera extraordinariamente unívoca de leer la historia quedó absoluta y definitivamente homologada ... por los mismísimos compositores que la fueron practicando. Cuidadoso y precavido, el amigo Arnold se ocupó de "hacer escuela". Y si Dios, según Cioran, tuvo la suerte de encontrarse con Bach y el dodecafonismo, según Glenn Gould, con el genio de su inventor, su escuela tuvo la suerte de encontrarse con los inmensos talentos de Webern y Berg. Y todos, incluyéndome –durante años los escritos de René Leibowitz fueron mis libros de cabecera–, adherimos a esta visión desde hace más de medio siglo sin chistar.
Autorreferencialidad
Paralelamente a la toma del poder de Boulez en Francia (con su victoria por knock-out en la pelea contra Marcel Landowski y la subsiguiente creación del IRCAM), el canon autorreferencial se transforma en mandamiento. De no obedecer, el compositor del siglo XX se transformaba, en el mejor de los casos, en anacrónico, cuando no en reaccionario o revisionista.
Pero volvamos brevemente a la "R" del IRCAM. Viene de recherche (búsqueda o investigación). Siempre hubo Mecenas. Pagaban por obras. Con la creación del IRCAM, por primera vez, un Mecenas (el Estado, nada menos) no financia lo que los artistas encuentran, sino lo que buscan ... Una problemática que nos remite directamente a Le chef d'oeuvre inconnu, de Balzac. Y si la búsqueda cobra tal importancia en sí, es porque la Weltanschauung de la música post-shönberguiana exige –a todo precio y como criterio sine qua non– la novedad.
Si cada sistema conlleva el germen que engendra su propia destrucción, en el caso de la música "contemporánea", probablemente sea esta exigencia la que acabe con ella. Su autodenominación de "vanguardia" la obliga a estar "antes" de algo que luego se generalizará. Si existe una vanguardia es porque subsiste obligatoriamente una retaguardia. (Para ser estrictos, nadie nunca estuvo "delante" de su propia época; lo que sí suele ocurrir es que muchos otros –la mayoría– atrasen considerablemente.)
Ahora bien, ¿quién representó la retaguardia enfrentada a los "progresistas" del IRCAM (tomado aquí casi como símbolo)? Fuera del muy débil y efímero Landowski, nadie pudo con la inteligencia ni con el talento boulezianos. Inteligencia que lo llevó a saber incluir a los "distintos" como Cage, al Penderecki de ciertos períodos, o a mi muy querido Györgi Ligeti, dentro de los más difundidos. Y a no cerrarles del todo las puertas a los discípulos de Schaeffer, Xenakis o de Pierre Henry quienes venían de la música concreta o electroacústica. Se trató, entonces, durante la segunda mitad del siglo XX, de una vanguardia sin verdaderos contrincantes.
Como decía el célebre humorista francés Pierre Desproges, uno se puede reír de todo, pero no con cualquiera. Así que antes de azotarla, reconozcamos lo que la música elaborada del siglo XX nos aportó. El atonalismo (sistemático o libre), el serialismo (más o menos integral, que desembocaría en la música electrónica), la Klangfarbenmelodie (la "melodía de los timbres", de la cual, en un sentido muy amplio, puede que descienda la música concreta), el Sprechgesang (el canto-hablado, stricto sensu, el tatarabuelo ignorado del rap ...), y mucho más: una nueva manera de pensar la música. Con todas estas sensacionales invenciones, la música elaborada del siglo pasado engendró un enriquecimiento extraordinario y literalmente inaudito de la paleta sonora puesta a la disposición de los compositores actuales.
No obstante, observamos que, aunque cierto tiempo sea necesario (en general entre diez y veinte años), finalmente los atrevimientos de las vanguardias "entran" en el lenguaje común. Por caso, ciertas formas de contrapunto simple, como el canon, se encuentran desde hace siglos en la música popular, los acordes o "complejos sonoros" a significación múltiple posrománticos abundan en las bandas sonoras de películas taquilleras, y aquéllos con novenas y oncenas agregadas pululan en el jazz o la bossa nova. Hasta podríamos suponer que la expresividad dramática de los contrastes stravinskyanos sin transiciones dejó su marca en el rock y no nos cabe duda de que un Piazzolla tuvo la suerte de encontrarse con Bartok.
Es oportuno recordar que Schönberg, al mismo tiempo que "releía" la historia de la música haciendo de la suya el "devenir ineluctable", afirmaba que sus obras serían tocadas "por todos lados" cien años más tarde. A lo que alguien le habría contestado "entonces, ¿para qué empezar a tocarlas hoy?" Ni hará falta aclarar que, como casi todos los que vaticinan en materias artísticas, en este punto Schönberg la pifió fulero.
¿Cuál es la modernidad?
Toda vanguardia implica una retaguardia, decíamos. Ya que en el territorio de la música "seria" esta retaguardia no existió, la única "otra" música que sí existió simultáneamente fue la llamada "música popular".
Dentro del campo del jazz, casi todos los músicos son lectores desde hace décadas. Gil Evans –gran orquestador– colabora con Miles Davis y, por sólo citar a otro Evans, el pianista Bill, conoce de taquito toda la obra de Debussy o de Ravel (ni que hablar de George Russell). El mismo fenómeno puede ser constatado en el tango, donde todo bandoneonista que se precie estudió en algún momento, por parte baja, algunos de los "Preludios y fugas" de Bach. Por su parte, el rock, por curiosidad, irrespeto o desenfado, supo abrirse a "todo lo que pasaba" alrededor. Tanto es así, que los Beatles difunden masivamente el sonido de cítaras indias como de diversas técnicas de tratamientos sonoros (inversiones de bandas, transformaciones electrónicas) hasta llegar a una obra-collage definitivamente "concreta", "Revolution 9". Mientras tanto, Jimi Hendrix y Pink Floyd, o poco más tarde Emerson, Lake & Palmer realizan experimentos sonoros que empalidecen a los muy posteriores (e ingenuos, para los oídos de cualquier amateur del rock) logros de Boulez con su hoy vetustísimo megasintetizador "4X" para su obra Répons. Frank Zappa escuchaba a Varese; Robert Fripp está al tanto de todas las novedades. Y como probablemente se habrá notado, no me refiero aquí a las grasadas pseudoclásicas de Deep Purple con orquesta sinfónica ni a Rick Wakeman dándoselas de pianista clásico, sino a una real compenetración entre diversas "maneras de pensar" la música, que es lo que realmente diferencia a la música "popular" de la "elaborada". Algo más tarde, Laurie Anderson o Brian Eno continuaron este camino. Para ser claros: muchos de los músicos populares actuales son gente culta. Ya no podemos considerar sistemáticamente que la ausencia de elaboración (ya sea temática, formal o tímbrica) sea el producto de la ignorancia, sino de una renuncia consciente. Y alguien dijo que se reconoce la calidad de un artista por la calidad de sus renuncias. Para ser más claros aún, es muy probable que las investigaciones más radicales que haya producido la música occidental en estos últimos años no provengan únicamente del IRCAM, sino de músicos para quienes –gracias al desarrollo de la informática, en gran parte– el trabajo sobre el "sonido en sí" (la materia musical, en última instancia) ha reemplazado en cierta medida a las notas. Aphex Twin, Autechre, Amon Tobin o Björk constituyen apenas algunos ejemplos.
Menudo problema el del compositor "contemporáneo" actual: si sigue los preceptos heredados del postserialismo o de la música electrónica "culta", ya no puede reivindicar del todo su posición de vanguardia. Y si quiere, como es natural en el permanente movimiento estético pendular de la historia del arte occidental, oponerse a lo que hubo antes, ¿qué debe escribir?, ¿qué es lo contrario de la música atonal? O, como cuestiona Jérôme Ducros en un reciente artículo, "¿qué hacer cuando lo moderno se transformó en norma? Si mi profesor (de composición) me ordena ser moderno explicándome al mismo tiempo que ser moderno es desobedecer a sus profesores, ¿qué debo hacer?". El mismo artículo concluye diciendo que no se trata de desestimar el valor de la música contemporánea, ni de disminuir el rol que supo tener, sino, oponiéndose a ella, reconocer que ya cumplió su ciclo, y que tuvo el mérito de haber existido.
Si consideramos que la "cultura" es lo que nos permite la apertura al otro, o a lo que nos es ajeno, yo estaría dispuesto a apostar que una cantante popular como Björk sabe qué se está haciendo en el territorio de la música "seria" en tiempo real. Ahora bien, es bastante menos probable que los músicos que trabajan actualmente en el IRCAM sepan quién es Autechre, a imagen de Boulez, que, me consta, despreciaba profundamente al jazz. Entonces, si se trata de apertura, ¿quién es más culto?
Por mi parte, y aunque esto importe poco, tanto para el encargo de la orquesta belga, como para el próximo, para la Musica Vitae Chamber Orchestra de Suecia, creo que lo único sensato que me queda por hacer, es escribir exactamente lo que se me ocurra. En el peor de los casos, en algo me pareceré a mi admirado, queridísimo y fustigado Schönberg: me habré equivocado.
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