Las exposiciones casi simultáneas de tres pintoras muestran que, un siglo después de su nacimiento, es inevitable asociar las obras de arte abstracto con ciertas representaciones de la realidad.
Por: ANA MARIA BATTISTOZZI
Muchos son los cursos reconocidos en el camino que llevó a la abstracción, acaso una de las transformaciones más radicales en ese relato que desde el siglo XVII hemos llamado "historia del arte." Durante mucho tiempo se tuvo a la pintura abstracta como algo que puede referir indistintamente a conceptos filosóficos, nociones musicales, estados de ánimo o simplemente a sí misma. Todo un rechazo a la tradición representacional, invariablemente referida al universo real. Así, casi de modo inevitable la teoría se apoderó cada vez más de la práctica artística.
Pero al mismo tiempo la experiencia visual cotidiana se encargó de ofrecer crecientes modos de familiarización con esas formas reducidas a su condición esencial, "abstraídas" del universo natural o simplemente liberadas de la obligación de representar.
Y así la energía de las líneas, el color y su capacidad de traducir movimiento y espacio dejaron de ser solamente escándalo experimental y empezaron a ser un poco el modo de ver nuestro de cada día. Algo de esto estaba ya implícito en las predicciones del simbolista austríaco August Endell cuando en 1897 anunció el nacimiento de "un nuevo arte con formas que pueden no significar nada ni remitir a nada." Sólo que las cosas fueron más allá. Al cabo de más de un siglo de aquella predicción resulta imposible no detenerse en los alcances del impulso abstracto que hoy excede ampliamente el campo del arte y se ha extendido a las múltiples esferas de nuestra experiencia contemporánea.
Visto desde hoy, no haber utilizado esos mismos instrumentos para indagar mejor las transformaciones de la realidad constituye una de las mayores limitaciones del formalismo moderno tan concentrado como estuvo en sus propias cuestiones, siempre en la senda que marcó en 1890 Maurice Denis con aquello de que "antes que un campo de batalla, un desnudo o cualquier anécdota, un cuadro es una superficie cubierta con colores articulados en un cierto orden." Quizás sea ésa la razón por la que gran parte de la producción actual, denominada genéricamente "abstracta", recorra el camino inverso y se valga del lenguaje ya afianzado y consolidado en los diferentes cursos históricos de la abstracción como modo de recuperar el diálogo con el entorno desde las inquietudes que postula el presente, en su mayoría marcadas por la experiencia urbana o una cierta nostalgia del mundo natural.
Podríamos decir que la obra de Verónica di Toro que se exhibe actualmente en la galería Alberto Sendrós o la de Graciela Hasper, que hasta hace pocos días se vio en Ruth Benzacar, transitan ese primer andarivel de una visualidad abstracta asociada a lo urbano. Mientras tanto, la de Susana Saravia, que llega a su fin en la galería Van Riel, se inscribe en la segunda opción, que busca plasmar en materia pictórica la experiencia arrolladora de la naturaleza.
El punto de partida en este caso fueron los cielos y cumbres cordilleranos al pie de los Andes.
De una gran hondura dramática, las pinturas de esta artista se inscriben en una de las tantas rutas de experimentación del color que condujo la abstracción: La construcción del espacio y el volumen a través de contrastes y variaciones de color.
Sólo que en este caso la lógica científica cede paso a saberes intuitivos que se apartan de la razón, más bien vinculados al remoto linaje de la abstracción lírica, esa vertiente que defendió Kandinsky con aquello de que "el color es un medio de ejercer influencia directa sobre el alma." Amplias masas de contrastes blancos, negros azulados y de color que en ese mismo sentido evocan las tintas que Antonio Berni llevó a Venecia en 1962.
Tan amenazantes como ellas y abiertas como una aproximación al paisaje que reactualiza climas románticos.
Por alguna razón la selección de estas pinturas abstractas que realizó Cristina Schiavi no evita esa evocación de origen. El espectador, sin embargo, puede desplazar el sentido sugerido.
Impronta urbana
Algo similar ocurre con la serie de pinturas de Verónica di Toro en Sendrós. Aun a pesar de la lógica de producción de la artista, decididamente concentrada en ritmos, articulaciones cromáticas y relaciones formales propias de una poética objetiva y racionalista, es imposible que el espectador no realice una asociación entre estas pinturas con ciertas representaciones urbanas. Ya sea como unidad o como conjunto, se asocien sus planos divididos y la secuencia de sus paralelas con vistas aéreas de esquemas habitacionales o con intersecciones a distinta escala, hay algo propio de esas articulaciones constructivas que el inconsciente óptico asimila a un tipo de imagen puntual definida por lo urbano.
Esto es así, entre otras cosas, porque el propio devenir de nuestra civilización, desde comienzos del siglo veinte, acentuó ese impulso hacia la abstracción que mencionábamos y nos ha hecho naturalizarla a través de nuevos modos de ver.
Modos de ver que no son ajenos a una revisión de la tradición autónoma y autorreferencial que caracterizó a la modernidad abstracta. Si alguien en el arte argentino reciente ha explorado conscientemente ese pasado para volver sobre él, despojándolo del imperativo riguroso de la razón, ha sido Graciela Hasper.
La reciente exhibición que la artista realizó en Ruth Benzacar reafirmó una vez más esa trayectoria iniciada al promediar los 90.
Y sobre todo, el sentido expansivo del color que opera como energía más allá del ámbito del cuadro.
Desde "Es Roja", aquella primera instalación fotográfica a escala mural que presentó en 1995 en la Galería del Rojas, hasta las sucesivas ocupaciones arquitectónicas que realizó después, la artista se ha empeñado en trascender el confinamiento que se reservó la abstracción histórica. Su cometido ahora apunta a la ciudad. De la intimidad de un libro a esa escala mayor, como si de la esencia de los ritmos de la vida cotidiana pudiera extraer las formas capaces de mejorar el diseño que habitamos.
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