La Red es sinónimo de información; sin embargo, un libro ofrece muchos datos aledaños al producto literario. Aquí, una mirada reflexiva sobre la convivencia de la literatura en pantalla y en papel.
Por: Darío Rojo
Una energía diferente de la que impulsa al león y a la gacela de documental, hacen que el humano opine calmada o compulsivamente –sin siquiera manifestar el mínimo intento de evitar esa conducta–, sobre todo lo que lee o lo que ha sido escrito. Por esta razón, hay quien asigna el fervor o desprecio por un escritor a distintas causas: la conjunción de la primavera con un mísero velador, la imagen de una escritora en contienda con una pata de pollo, o los ecos de una aburrida musiquilla. Exagerado o no, hay cierto consenso en que la recepción por parte de un individuo de la literatura tiene infinidad de variables que van tejiendo la tensión entre el ideal individual de lo literario en estado puro y el poder de cada hecho que circunscribe el encuentro con la literatura.Internet como sistema puede llegar a influir en la repercusión de un texto de manera que éste sea contemplado positivamente, e incluso, hacer invisible cuestiones que podrían llegar a merecer mayor consideración.
En cuanto al signo positivo, hay, por razones meramente cronológicas o por la proximidad con nuevas tecnologías, una leve aura de modernidad que se transfiere a sus textos nativos: los que han llegado a la red directamente de la musa. Para mucha gente, y sobre todo, para quienes el presente es un cifrado de constantes novedades, esta característica asegura una lectura preseleccionada por un tribunal que asegura que el futuro traerá grandes bendiciones.
Este hecho de alguna manera se relaciona con que en Internet es posible la constatación fehaciente del interés sobre esos textos. E incluso de una manera muy efectiva para el marketing que consiste en atenerse principalmente a la cantidad, sin complicados argumentos y sin la necesidad de estructuras mediadoras. Cada lector convertido en emperador romano o gritón de esquina, puede dar su opinión, allende las estadísticas que cualquiera puede consultar. Esta posibilidad de operar como una gran maquinaria de marketing en la que todas las preguntas son respondidas menos una –¿ese fan instantáneo pagaría por eso que le da tanta satisfacción gratis?– la hace funcionar como trampolín para otros sistemas, como por ejemplo el editorial. El internauta como masa y pueblo virtual que ha dado su voto para que aparezca la candidata en el mundo palpable: librerías, teatros, cines o televisión, y de allí regrese al pueblo virtual pero con dinero concreto.
Pero no siempre se trata del efecto trampolín, a veces hay productos literarios que harán del entorno Internet su límite y lugar de permanencia. En algunos casos porque demuestran cierta incompatibilidad con otros sistemas, sea por una heterodoxia de componentes –conjuntos de digresiones de un blog, etcétera– o por una magnitud desmesurada. Por ejemplo, un proyecto de obras completas, tal el caso del sitio arquivopessoa.net que contiene cuanta letra haya dibujado el escritor portugués. Un caso como éste, en lo que respecta a repercusión, tiene todas las de perder. ¿Qué se hace en un medio gráfico con un sitio tan monstruoso? A menos que el azar de la noticia lo atraviese, poco puede hacerse. Se supone que la aparición de un libro ha sido producto de un proceso de selección natural, a diferencia de Internet, que acumula sin límite, y no importa, en este caso, si el sitio pertenece a una institución o a un adolescente estrafalario.
En breve se liberarán los derechos de autor de Roberto Art. ¿Cómo se comportaría la recepción de ese caudal de obra, si en vez de unas lujosas ediciones encuadernadas en piel lo que hay que enfrentar es sólo un sitio como el de Fernando Pessoa? No creo que la diferencia dependa de la calidad de experiencia de lectura, porque respecto de ella, las ventajas y desventajas de cada una de las tecnologías está bien clara. Sillón para el libro, silla para la pantalla –aunque se está tratando de equiparar–, la magia onomástica de los distintos buscadores en la computadora, y el tacto, olfato y subrayado del papel, aunque esto último también se procura emular. No hay por qué elegir, pero si en Internet la forma libro-revista se ha quebrado, podemos pensar por qué hay sistemas –de crítica, de prensa– que necesitan de esos formatos clásicos para poder absorber el texto.
Sitios equivalentes ya existen, y usualmente equiparados con productos de diferente naturaleza y calidad, hermanados sólo por tres dobles ve. Porque si bien en Internet generalmente importa quién habla, es más común que se genere una sensación de paridad por un aspecto muy simple y físico: la imposibilidad de alterar el formato respecto del sitio –no hay un monitor que cuando llega al sitio equis se vuelva redondo y mueva los botones de una manera sugestiva–. Y en cuanto diferenciación, aunque parece un mero detalle, el libro es emperador.
Curiosamente siendo Internet casi un sinónimo de información, es evidente que el libro ofrece muchísima información aledaña al producto literario que ofrece. Y sobre todo cómo arroja esa información, con qué inmediatez. El ejemplo más bobo: una faja en un libro lo distingue en una mesa de novedades, y, según la causa de la faja, habrá otras instancias de diferenciación. Quizá las razones de que la faja virtual, o el elemento en pantalla destinado a ofrecer determinada información no obtenga tanta eficacia sólo tiene que ver con los tiempos de lectura en computadora; de todos modos la diferenciación se comporta de otro modo. Así como hay pequeñas dificultades técnicas que hacen que determinados productos de naturaleza mixta no accedan rápidamente al corpus de una tradición. Por ejemplo, con los reportajes televisivos, documentales, recitales en vivo o conferencias, hay que tener más que buena voluntad para integrarlos al concierto de la memoria escrita y la transcripción o la existencia de la crónica será sin duda un paso más que habrá que agregar para que esas palabras sueltas lleguen a la tecnología del libro.
Pero esas son batallas menores comparadas con la milenaria religión que proclama que es más lindo comprar libros que leerlos, que Internet puede convertirnos de un plumazo en sobacos ilustrados, y que al haberlo leído todo, sólo nos resta destinar nuestros días a las repercusiones de los círculos de agua que se crean cuando un libro cae en un río. Un libro que nadie ha de leer, que quizás no importe leer. O sí.
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