sábado, 27 de febrero de 2010
Todo lo que debe saber un moderno
Este informe da cuenta, en tono irónico, de palabras, usos y giros relacionados con "nuevos saberes", y que denotarían la familiaridad con este mundo de conocimientos "modernos". Son sellos de lenguaje que pueden distinguir al que poco sabe de todo lo que nombra. Refieren a las nuevas tecnologías, a la literatura, a las artes y hasta a la gastronomía y la vitivinicultura. Usted puede ignorarlos todos y haber visto, leído y comprendido inclusive más de lo necesario para ser realmente un hombre de su tiempo.
Por: Marcelo Pisarro
LOS SELLOS DEL LENGUAJE. Palabras, usos y giros relacionados con los "nuevos saberes" que se han puesto de moda.
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El interlocutor sonríe. Toma aire. Está por hacer su exclamación. Uno se prepara. Ya pasó por esto. Ya conoce qué viene a continuación.
–¡Modernizate, viejo! ¿No sabías que ya se inventaron los Kleenex?
–Sí que sabía –protesta uno–. Y no se dice "Kleenex", se dice "pañuelos descartables de papel tissue".
–¿Y por qué no te comprás unos pañuelos descartables de papel tissue entonces?
–Porque me gustan los pañuelos de tela –se ataja–. Además, no sé usar un Kleenex.
–¿Cómo que no sabés usar un Kleenex? ¡Te sonás y listo!
–¿Sí? A ver, decime, sabihondo: ¿cómo se desenvuelve el pañuelito de papel? ¿Hay que abrirlo todo? ¿Darle forma de triangulo? ¿Hacerlo un bollito? ¿Dejarlo rectangular, como viene? ¿Y qué hacés después con el papel lleno de mocos? ¿Lo guardás en el bolsillo? ¿Lo ponés arriba de un cenicero? ¿Lo tirás debajo de la mesa?
–Sos del siglo XIX, viejo...
Y sólo para demostrarle a su interlocutor que tiene los pies bien clavados en esa tierra sagrada que es el presente (como decía el filósofo inglés Alfred North Whitehead), uno pide un Kleenex y se limpia la nariz. Ahí está. Higiene del siglo XXI. En ese momento un segundo interlocutor se le queda mirando, boquiabierto, sumamente consternado.
–¿Sabés cuántos árboles del Amazonas hubo que talar para que vos te sonaras los mocos?
Y entonces lo entiende: la lista de cosas que hay que saber para considerarse parte de la época es interminable. Si un buen día, caminando distraído por la calle, fuese interceptado por el inspector de contemporaneidad, seguramente quedaría en falta. Lo meterían preso y todo. Por desinformado. Por atrasado. Por... descontemporáneo.
La contemporaneidad supone no sólo una coincidencia temporal sino una suma de conocimientos colectivos que permiten descifrar toda interacción cotidiana. No es compartir una época lo que nos hace contemporáneos, sino la certeza de que –como sociedad– poseemos un saber en común del que se carecía hasta no hace mucho. Nuestra contemporaneidad es reciente. No empieza con el control remoto, ni con la oveja Dolly, ni con el chat. Empieza con los teléfonos celulares con cámara de video, con los blogs y los noticieros de televisión animando a registrar, compartir y "ser parte". Nuestra contemporaneidad no tiene más de cinco o seis años, diez máximo. Si uno no sabe qué es un blog, qué es un teléfono celular con cámara y qué discurso social legitima que alguien esté deseoso por trabajar gratis para los canales de televisión, entonces jamás entenderá por qué en el noticiero hay tantas imágenes desprolijas y pixeladas de jardines llenos de granizo. Simplemente no sabrá cómo llegó eso allí.
Pero la contemporaneidad no se reduce a reconocer las innovaciones tecnológicas que circulan en la sociedad. No alcanza, para ser recibido en el club de los contemporáneos, con advertir que son máquinas las que sirven el capuchino, expelen boletos de colectivo, reciben cheques y pagan sueldos. No. El feng shui, el yoga y la cábala no son innovaciones tecnológicas recientes (de hecho, no son innovaciones tecnológicas), pero se han vuelto parte del vocabulario cotidiano de millones de personas. La rúcula o el jengibre tampoco son inventos de algún cocinero-autor de Palermo Hollywood, y sin embargo encajan en esta idea de contemporaneidad. ¿O acaso esos simpáticos monjes peladitos del Tíbet que chocan contra las fuerzas policiales son un invento reciente?
Esta idea de contemporaneidad tiene dos aspectos: uno, la profusión de información; el otro, que todo parece conectado. Antes de presionar el botón del aerosol que acaba de poner bajo su axila, uno debe tener en cuenta las diferencias entre desodorante y antitranspirante, el agujero de la capa de ozono, el efecto invernadero, el Protocolo de Montreal, las glándulas sudoríparas, la relación entre los sexos, y más. Ponerse desodorante atañe a temas como la protección del medio ambiente, organizaciones no gubernamentales, industria cosmética, acuerdos internacionales, seducción, economías nacionales, marketing, libre mercado, y así sucesivamente. Uno baja el brazo, medio confundido, y antes de prender un cigarrillo para meditar si debe presionar el aerosol o no, piensa en adicciones, OMS, trabajo infantil, cáncer, fumadores pasivos, libertad de elección, publicidad, jornaleros indígenas, corporaciones, campañas políticas norteamericanas, monopolios, y mucho más. Se queda inmóvil. Recuerda al sociólogo inglés Anthony Giddens, cuando sostenía que mayor conocimiento conduce a mayor incertidumbre, que lleva a la divergencia más que a la convergencia. Ni siquiera puede imaginar qué terribles consecuencias supone tirar la cadena del inodoro o prender la lamparita del cuartito de trastes.
Esta incertidumbre hace que cada vez resulte más difícil saber cómo comportarse. Hay tantas fuentes de información igualmente autorizadas que disienten en de qué manera hay que actuar, que uno no sabe qué indicación seguir. ¿Es recomendable comer un Big Mac? ¿Tiene las calorías que el cuerpo necesita o es pura chatarra? ¿Está hecho con carne de vaca, de lombriz o de bultos gelatinosos sin ojos? (como aseguran muchos mails en cadena) ¿En estos locales explotan a los trabajadores adolescentes o es el mejor primer trabajo que uno puede tener? Y las fuentes que responden a éstas y otras preguntas son igualmente confiables. La sociedad de la información es como el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires: hay montones de opciones y montones de fuentes acreditadas dando opiniones contrapuestas acerca de qué hay que ver y qué no hay que ver. Lo que falta, en todo caso, es consenso.
"¿Ha notado alguien más cuán peligroso se volvió el mundo? –pregunta el semiólogo Donald Cunningham, de la Universidad de Indiana–. En mi época (sí, he llegado a la edad en la que puedo usar esta expresión), salir era visto como algo que uno hacía por su salud. Ahora el afuera es un lugar terrible. No debemos exponer nuestra piel al sol porque los rayos ultravioleta causan cáncer. No debemos caminar por los bosques porque podemos contagiarnos la enfermedad de Lyme. Los alérgenos están por todos lados y a uno le conviene estar en su casa, respirando con un filtro de partículas de aire de alta eficacia. The Weather Channel nos está advirtiendo constantemente ponernos a salvo y mantenernos alertas cuando 'se anuncian condiciones metereológicas adversas', haya o no tiempo adverso. Los contaminantes del aire podrían afectar nuestros pulmones. Quizá debiéramos poner en la puerta de entrada de nuestras casas un cartel que nos recomiende cuidar la salud, y al que podamos ver cada vez que salimos. Pero por supuesto que quedarnos adentro puede ser aún peor: los acáridos del polvo, la enfermedad del Legionario, la intoxicación por monóxido de carbono, los contaminantes del suministro del agua potable, la vida sedentaria, etc.".
La tecnología –sigue Cunningham– ofrece un acceso sin precedentes a la información. "Pero más que minimizar la incertidumbre, este conocimiento ha multiplicado las opciones y oportunidades, haciendo que sea lo más difícil posible saber qué hacer, qué es correcto. Para complicar la cuestión aún más, cada nueva estructura crea nuevas elecciones y nuevos contextos, de manera que aquello que parecía correcto unos años atrás ya no lo es".
Ante esta situación, uno se rasca la cabeza. El hombre moderno, en cambio, toma partido y opina. Es un Pac Man modificado: escupe tanto como traga.
"La modernidad tiene tantos sentidos como pensadores o periodistas hay –escribió el antropólogo Bruno Latour en Nunca fuimos modernos–. No obstante, todas las definiciones designan de una u otra manera el paso del tiempo. Con el adjetivo moderno se designa un régimen nuevo, una aceleración, una ruptura, una revolución del tiempo. Cuando las palabras 'moderno', 'modernización', 'modernidad' aparecen, definimos por contraste un pasado arcaico y estable. Además, la palabra siempre resulta proferida en el curso de una polémica, en una pelea donde hay ganadores y perdedores, Antiguos y Modernos. 'Moderno', por lo tanto, es asimétrico dos veces: designa un quiebre en el pasaje regular del tiempo, y un combate en el que hay vencedores y vencidos".
Cada contemporaneidad tiene su propia idea de modernidad. Es decir, cada comunidad establece su propio conjunto de saberes que es necesario reconocer para que las señales se conviertan en signos. Por eso, una persona moderna, aunque registre las complejas ramas globales que circunscriben su vida cotidiana, debe trascender los límites de una contemporaneidad determinada. No es lo mismo "ser moderno" en Buenos Aires, Londres, Bangkok o Nueva York. Cada comunidad tiene un conjunto de saberes específicos, y por ende, quien aspire a acatar el imperativo "¡modernizate, viejo!", debe superar uno en particular. En la mayoría de las universidades nacionales, llevar a clase una computadora portátil es una curiosidad. Pero en casi todas las universidades norteamericanas es sólo una marca de contemporaneidad. Moderno, allí, sería saber que en el Tercer Mundo los estudiantes universitarios no llevan computadoras portátiles a clase. Moderno, aquí, sería saber lo que sucede allá. Entonces: esta modernidad informativa no consiste en hacer o tener, sino en conocer. No hace falta tirarse al vacío con los pies atados a una soga para saber qué es el puentismo.
Ahora bien, no debe confundirse "ser moderno" con "ser esnob". Son cosas distintas. El esnob se jacta de la calidad de su información. El moderno, de su variedad y cantidad. Si el esnob es quien "marca tendencia" (como dirían en la Cosmopolitan), el moderno es quien reconoce la existencia de éstas y otras tendencias. El esnob trasciende la incertidumbre de la multiplicidad de opciones sujetándose a un único plano de existencia; el moderno, en cambio, observa a todas ellas desde algún imaginario "arriba". El epítome de la modernidad informativa es el panelista de televisión.
Mejor aún: el panelista de televisión haciendo ala delta.
La expresión "¡modernizate, viejo!" está señalando que se debe ser más que contemporáneo: hay que ser moderno. Existe un conjunto de saberes estándar que permiten entender qué está diciendo el tipo de la tele o de la radio. Qué es eso del leasing, qué papel juega el TMO en el rugby, qué son las primarias estadounidenses, un CEO, el 5.1, un barrio gay friendly, un tumbero y un motochorro; qué diferencia las pantallas de plasma de las de LCD, por qué muchos personajes de Lost llevan nombres de filósofos muertos, qué son los alimentos transgénicos y el chill out, cómo es que de pronto Britney Spears pasó de virgen angelical a guarra reventada. En los avisos inmobiliarios de los clasificados del diario, términos como "deck", "kitch", "split", "SUM", "laund" o "solar" deben sonarle tan familiares como "cfte lum bc", "a/prof" o "tza ppia c/parr". Hay siglas que no se pueden desconocer: ONG, ATP, USB, ASAP, MSN, SMS, DVD, IMDB, PNT, MDQ, B&B, GSM, MMS, WAP, PNL, GIF, MPEG, SVCD y montones más. No estar al corriente de estas y otras cuestiones puede ser problemático. En la sociedad de la información, tener acceso limitado o nulo a determinados saberes aceptados como estándar significa jugar con desventaja. Incluso, puede significar perder antes de que empiece el partido.
Aunque ser moderno es otra cosa. La sociedad contemporánea produce, ante todo, información. La información es una mercancía, y ser moderno es como que le digan: informativamente hablando, usted es un millonario.
Entonces hay que recolectar información. De donde venga. Se puede picotear de aquí y de allá, pero ser parte de la modernidad es saber de dónde picotear. No se trata de buscar núcleos temáticos (economía, internacionales, deportes), sino pequeñas perlas en cada uno de ellos: ¿Es posible el desarrollo autosustentable para las economías emergentes? ¿La relación entre Nicolas Sarkozy y Carla Bruni beneficiará a Ingrid Betancourt? ¿Los Hornets de Nueva Orleans tienen más llegada que los Lakers de Los Angeles? Si uno nombra de corrido, en una conversación, el desarrollo autosustentable, a Carla Bruni y los Hornets, ya está. La gente dirá: vaya, qué informado.
Que quiere decir: vaya, qué moderno.
El hombre moderno es políticamente correcto, por eso nunca dice "el hombre moderno" sino "el hombre moderno y la mujer moderna". Entre corrección política y corrección lingüística, elige la primera. Cuando escribe, pone @ en vez de vocales: ell@s, nosotr@s. Convierte toda negación en afirmación: no hay discapacitados, hay capacidades diferentes. Es simultáneamente ciudadano del mundo y descubridor de sus raíces. Trasciende lo global, lo local y lo glocal, pero le gusta usar esos términos. Si es argentino admira Lisboa, sueña con el norte de África y con el sudeste de Asia, pero compra artesanías latinoamericanas y habla de "pueblos originarios". Distingue entre metrosexuales, tecnosexuales, retrosexuales y Übersexuales. También entre machos alfa, beta y omega. Le gusta el diseño de interiores y habla de "espacios". Visita showrooms. Dice "lounge". Nota que los tatuajes van en japonés. Conoce a Naruto y admira a Yoshitomo Nara. Si es caballero, sabe de cocina y moda; si es dama, sabe de Fórmula 1 y habanos. Dice "novelas gráficas". Dice "jugar a la Play". Tiene el pasaporte al día. Sabe qué son las millas aéreas. Se enternece cuando una quinceañera manda un SMS que afirma
Tkm i vo m kere?
(Te quiero mucho, y vos, ¿me querés?)
y un quinceañero le responde:
T kero + q tdo l mndo, toy :D!
(Te quiero más que todo el mundo, ¡estoy contento!)
Adora los neologismos. Dice "barrio cerrado". Dice "asentamiento urbano irregular". Entiende de gastronomía. Habla de buen vivir, maridajes, sommeliers, cepas. Maneja jerga de degustaciones y pone cara de detective privado cuando le sirven vino. Afirma distinguir entre Chardonnay, Torrontés, Sauvignon Blanc, Chenin Blanc, Viognier y Semillón, pero prefiere Malbec. Dice "restó". Pide chop suey, vía delivery. Dice "bartender". Dice "brunch". No piensa en alimentos o ingredientes, sino en nutrientes. Habla de proteínas, grasas, carbohidratos, vitaminas. Dice "premium". Gusta del té verde chino, pero menciona Starbucks. Cuida su salud. Habla de "gym" y "fitness". De Jiu-Jitsu, May Thai, Pilates, Tangolates. Sabe quién es Tamara Di Tella. Le presta atención y todo.
Es un televidente culposo: mira series de Fox, AXN, Universal y Warner Channel, documentales de Discovery y History Channel, pero hace zappings apresurados por Showmatch y Gran Hermano para ver quién se pelea con quién. Sabe quién es Nazarena Vélez, pero simula que no. Tiene carta astral. Juega al Sudoku. Dice "clavarse un Rivotril". Le encantaría que le guste el cine independiente de economías subdesarrolladas. Se esfuerza. Hoy menciona el nuevo cine rumano. Sabe de torrents, Emule, Mininova, Subdivx. También de festivales internacionales. Elogia la estética de Apichatpong Weerasethakul, Gus Van Sant, Raya Martin, Johnny To y Lucrecia Martel. Del mainstream destaca a Michel Gondry, Spike Jones y Sofia Coppola. Quentin Tarantino lo cansó, dice.
Escucha Ute Lemper y Radiohead. Sigue cada incursión de Gerardo Gandini. Admira a Gustavo Santaolalla. Le gusta el bolero, por retro. Destaca el arte de las tapas de los discos de vinilo. Dice "drogas de diseño". Festeja San Valentín, San Patricio, Halloween y Oktoberfest. Conoce el Buy Nothing Day. Dice "asistentes digitales personales". Afirma que cree en Dios pero que no cree en Dios: habla de energías, fuerzas y lo remata con un "llamalo como quieras". Dice "terapias cognitivas". Lee libros de programación neurolingüística, coaching ontológico y oratoria. Dice "practitioner". En su biblioteca se amontonan Savater, Osho, Saramago, Coelho, Murakami, Dan Brown, Ludovica Squirru, Felipe Pigna y Adrián Paenza. También La Biblia y El Corán. Distingue entre flashmob, instalación, perfomance e intervención urbana. Dice "eventear". Dice "vermisage". Menciona el turismo aventura y el turismo cultural. Dice "check in" y "check out". Dice "hostel". Dice "overlanding". Está afi liado a Greenpeace y Slow Food. Sabe qué es un Whopper. Medita. Cree que el planeta lo necesita. Hace su donación anual a Caritas. No tiene un personaje favorito en Los Simpsons.
Prefiere Linux a Windows, y Opera antes que Internet Explorer. Pero usa Windows e Internet Explorer. Le gusta pronunciar "Ipod", "Blackberry" y "Facebook". Tiene sus pares de autores-ideas: Augé y no-lugar, Virilio y velocidad, Dawkins y meme, Foucault y biopolítica, Negri e imperio, Lipovetsky e hipermodernidad, Prigogine y el caos, Baumann y modernidad líquida. Colabora con Wikipedia y tiene canal propio en YouTube. Escucha Radio La Red pero nombra last.fm y Pandora. Dice "Wi-fi". Colecciona revistas de arte, de cocina, de historia. Lee los periódicos por Internet. Compra Ñ, pero le aburre porque es el canon. Dice "cultura". Dice "arte". Dice "social". Dice "compromiso". Lee artículos supuestamente inteligentes donde se construyen estereotipos sobre qué debe saber una persona para ser moderna. Se sulfura y escribe cartas indignadas. Jura no volver a comprar nunca jamás esa publicación, pero a la semana siguiente lo hace, a ver si publicaron su carta.
El hombre moderno está sometido a incontables señales, guiños, discursos y metadiscursos. El hombre moderno no existe. Es una abstracción, una caricatura, una chanza sobre el consumo cultural y la construcción de la identidad social. Pero al igual que el "Nowhere man", cortesía de John Lennon en 1965, "¿No es un poco como usted y como yo?".
¿Modernizarse?
Alcanza con ser contemporáneo. El resto se pregunta.
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