Por Héctor J. Freire - Publicado en 29 October 2008
Nada se asemeja tanto a la mediocridad
como la perfección.1
Jean Paulhan
¿Qué sería de los artistas sin los monstruos?
La presencia de los monstruos que no ha perdido vigencia con el paso del tiempo, en la literatura, la pintura, y muy especialmente en el cine, son por lo general una pieza muy cercana al género fantástico, o a la categoría de lo extra-ordinario, de lo sobre-natural. Que en la mayoría de los casos se usan como pretextos para elaborar sistemas alegóricos/morales, y paradojas sociales-políticas-religiosas.
Sin embargo, ¿qué plantean en realidad films como: El Golem, Drácula, Frankenstein, La mujer pantera, El jorobado de Notre Dame, El hombre elefante, o el más reciente Alien? Tengamos en cuenta, que hay pocos monstruos realmente originales, por lo general se trata de la metamorfosis o fusión con otros seres, y que los nuevos monstruos creados por el cine, la literatura y la pintura moderna, en cuanto “otros cuerpos”, decididamente más dionisíacos que apolíneos (o sea más asociados al caos que al orden), no son tan nuevos. En cualquier manual de teratología (ciencia, tratado sobre monstruos), encontraremos referencias directas a La Biblia, a Gilgamesh (primera epopeya del mundo, de origen babilónico), a La Odisea de Homero y a la mitología clásica (minotauros, sirenas, cíclopes, arpías, faunos, esfinges, centauros, etc.), incluso podemos afirmar, que el primer monstruo con cierto estatus estético-literario es el diablo, Lucifer: el ángel más apolíneo, más hermoso devenido por su soberbia y rebeldía en el paradigma de la “belleza de lo feo”, asociado al mal, como uno de los signos más fuertes de la modernidad. Así lo demuestran los poemas que componen Las flores del mal, de Baudelaire, considerado el primer poeta moderno. Al respecto, en el díptico de Umberto Eco, recientemente publicado: Historia de la Belleza e Historia de la Fealdad, se plantea una diferencia esencial, mientras que lo bello aspira a ser sublime y universal, lo monstruoso, está relacionado al presente, y a la reacción violenta ante lo otro, lo diferente. Esos “otros cuerpos” que ofenden y deben ser corregidos o marginados. Pero, como afirma Silvia Schwarzböck, en una nota reciente: “Lo feo ha dejado de ser, hace ya tiempo, una categoría estética aplicable al arte. Desde el romanticismo, que redime lo socialmente feo convirtiéndolo en artísticamente bello, pasando por todas las vanguardias y todos los movimientos artísticos del siglo XX que reeducaron el gusto, no existe más la fealdad artística”2. La otra cuestión más que interesante, es que los monstruos a lo largo de la historia de la pintura (Goya, Picasso, Bacon, Berni) o del cine (Freaks, 1932, de Tod Brownig, También los enanos nacen pequeños, 1970, de Werner Herzog, o El gran pez, 2003, de Tim Burton) plantean la problemática del “relativismo de la mirada”: ¿lo monstruoso, lo feo, estaría focalizado en el que mira, o en la existencia de ese “otro objeto”, de ese “otro cuerpo”, que a la vez nos fascina y nos repugna? La cuestión también ameritaría otra pregunta: ¿existe lo monstruoso en sí, o es que cada período histórico, cada cultura, han mirado de maneras diferentes? O sea han construido, han hecho algo distinto con lo que vieron, en relación a los monstruos. En este sentido, el monstruo estaría íntimamente relacionado con la mirada. A propósito, recordemos que la palabra monstruo deriva posiblemente del vocablo latino monstrum: “signo”, “portento”, “prodigio”. También de monstro: “mostrar”, “indicar”. O de monere: verbo que significa “avisar”, de ahí que antiguamente, los monstruos eran considerados como señales enviadas por los dioses. Seres intermediarios, pero que a diferencia de los ángeles, en la tradición judeocristiana, eran asexuados. Para los paganos (toda aquella cultura que no fuera judía ni cristiana) los monstruos eran sexuados y por lo general llevaban adelante acciones “obscenas” con su cuerpo. Además eran seres carnales, con apetitos desmesurados, y partes corporales excesivas e inarmónicas. Habitantes de la noche, lo oscuro y el caos. A diferencia de los ángeles, que eran y todavía son considerados por la superficial corriente new age, “inteligencias luminosas”, “espíritus bellos y armoniosos”. Según Nietzsche esta diferencia poderosa determina dos mundos, dos miradas: la estética apolínea, cuyo modelo (el propuesto por el capitalismo actual) tiene que ver con la apariencia de la plenitud de la belleza ligada al ensueño. La otra, la de “los otros cuerpos” está determinada por la estética dionisíaca, la del caos y el desorden corporal. Son seres marginados que habitan el silencio, sobre el que resuenan sus propios gritos de soledad. Su existencia connota, lo irracional, la temeridad y el error. Los monstruos son a la vez sujetos y objetos, protagonistas y espectadores. En este “juego de miradas” tienen que sobrevivir a cualquier precio. En este sentido el monstruo sería una mirada al sesgo sobre lo bello. Es más, el monstruo cuyo cuerpo es la imagen de la metamorfosis, permitiría soportar a “los seres de la luz”, ya que su belleza “irradia tanta luz”, que no se los podría ver de frente. En la dialéctica corporal que encarnan los monstruos, la luz sería la escena y el monstruo el objeto de esa escena. Estos significados revelan el alto grado de semioticidad del cuerpo de los monstruos, es más, su función esencial y paradojal que es la de señalar y mostrar, aunque la sociedad trate de esconderlos y marginarlos. Cuando estos seres, en realidad nacieron para “ser mostrados” y exhibidos. De ahí la gran cantidad de monstruos, gárgolas que conviven en los santuarios y catedrales, o quedaron tallados en las sillas de los coros y en los márgenes de los antiguos misales, conocidos como la fauna monstruosa de las catedrales. Todas estas consideraciones, se pueden rastrear en la memorable novela de Víctor Hugo Nuestra señora de París (más conocida por el Jorobado de Notre Dame), escrita en 1831, y centrada en la historia trágica entre la bella gitana Esmeralda y la bestia, el monstruo Quasimodo, un jorobado campanero sordo. La acción transcurre en el París del siglo XV, donde uno de los elementos colaterales, pero importantísimo es la referencia a la aparición de la imprenta, con todo el cambio paradigmático que implicó en la historia de la humanidad. Cambio que tiene su correlato en la figura del monstruo: Quasimodo (el más humano de la trama) deja de representar el mal, él es la encarnación de la bondad, la valentía y la belleza interior. Ahora es el “apolíneo” archidiácono Claude Frollo, el maligno; el villano y cruel asesino. El cine no se ha cansado de trasladar esta conmovedora historia de amor: recordemos sólo su primer versión (muda) de 1923, de Wallace Worsley, protagonizada por Lon Chaney, o la de William Dieterle de 1939, con las actuaciones inolvidables de Charles Laughton y Maureen O`Hara; hasta llegar a la versión animada e infantil del estudio Disney de 1996. Recordemos, que el tema de la bella y la bestia es ya un clásico dentro de la literatura y el cine, basta ver el film de Jean Cocteau, de 1946, una de las obras más hipnóticas de la historia del cine; o la más próxima Fur (piel), Retrato de una obsesión (2006), como se la conoció en la Argentina, de Steven Shainberg. Donde la bella actriz Nicole Kidman da vida a una leyenda de la fotografía, la genial Diana Arbus: experta en retratar enanos, obesos, enfermos mentales, marginados o minorías como los “fenómenos” de circo. Una gran artista que logró hacer de lo “monstruoso” una metáfora de la condición humana. En efecto, el monstruo es un cuerpo que expresa diversidad. Y como consecuencia de ello se crea un conflicto, y genera un sistema de niveles ascendentes o descendentes. En este sentido la problemática del monstruo no termina: estos aparecen y vuelven a aparecer permanentemente, y en cada nueva metamorfosis nos muestran, al mostrarse lo mejor y lo peor de cada sociedad y de cada época. En este sentido, el monstruo no sólo es producto de la imaginación, sino un signo que nos marca los distintos momentos críticos en el proceso social y político de las culturas.
Para Santiago Lucendo, “Drácula y Frankenstein, demuestran que lo monstruoso no caduca. Desde El gabinete del doctor Caligari, pasando por los cómics de terror de E.C. en los cincuenta y hasta las novelas de Stephen King. David Skal (Monster Show) insiste en la estrecha relación entre los monstruos de la ficción y la realidad contemporánea, especialmente en Norteamérica. Monster Show hace hincapié en algunos momentos críticos del siglo XX y establece un paralelismo entre los horrores de la guerra y la pantalla, pero también se refiere a otro tipo de crisis y eventos como el terror generado en los ochenta por el sida y que coincidió con una presencia cada vez mayor de sangre en las pantallas. Drácula al igual que Frankenstein, nunca se ha dejado de reescribir (y filmar), las versiones y ensayos centuplican en volumen a los originales y se extienden en un rizoma ingobernable. Lejos de lo que se suele afirmar el poder cautivador de estos monstruos no reside en su vinculación a un supuesto “inconsciente colectivo” o a “la noche de los tiempos”, sino a su fuerza como imágenes que plantean conflictos contemporáneos. Si quiero ver Freaks, lo único que tengo que hacer es mirar por la ventana”.3
La perturbadora alteridad
En los films Cabeza borradora (1976), donde se nos muestra un bebé con cabeza de feto y tronco sin extremidades; o en la famosa El hombre elefante (1980), basado en el caso real de Joseph Merrick -convertido en un monstruo por el que se paga para mirarlo- de David Lynch, quedan plasmados con crueldad, en realidad, el terror de los “cuerpos normales” a verse en las miradas de esos “otros cuerpos” y sentirse ellos “diferentes”. También en la filmografía de David Cronenberg: Videodrome (1982), La mosca (1986), El almuerzo desnudo (1991), la representación del cuerpo “anormal” de los monstruos, es un espacio de metamorfosis y deterioro profundamente vulnerable. Un espejo ambivalente en el que nos da miedo reconocer la debilidad y tranquilidad de nuestra “normal” y “ordenada” existencia. Lo interesante en Cronenberg, es que sus monstruos no vienen del exterior; sino que están dentro de nuestros propios cuerpos.
En las pinturas de Francis Bacon, encontramos un procedimiento muy parecido: la cabeza de un hombre se metamorfosea en la de un animal. Una sombra viscosa se escapa de un cuerpo humano adquiriendo una existencia monstruosa e independiente. Quizás, estas deformaciones corporales que pintó Bacon, no sean otra “cosa” que el “espíritu animal y monstruoso del hombre”. Sus figuras pertenecen al cuerpo de adentro. Incluso el control sobre el propio cuerpo sería una ilusión narcisista. Los cuerpos de Bacon basan su existencia en la inestabilidad. Como los monstruos y minotauros del genial Picasso, que son al mismo tiempo figuras suyas -indiscutiblemente humanas- y que, sin embargo, lo son de manera “tan otra” por haberse vuelto monstruosas. El mismo Picasso manifestó: “Yo llamo monstruo a toda belleza original e inextinguible”. Esta concepción también es la de Fellini, aunque más ligada al mundo de la infancia, del circo y del espectáculo. Recordemos las gigantas, los enanos, el hermafrodita, las “protohembras”, los monstruos marinos y toda una galería de seres extraordinarios, que transitan normalmente por sus films: La dolce vita (1960), Satiricón (1969), Los payasos (1970), Roma (1972) y Casanova (1976), por sólo citar algunos.
“Lo monstruoso hace que salga a la luz lo que se quiere ocultar o negar. Además, problematiza las categorías culturales, en tanto que muestra lo que la sociedad reprime... Lo monstruoso representa el Otro depredador que hay en cada ser humano, al tiempo que moviliza una imaginería negativa que amenaza la estabilidad social en aspectos básicos tales como el concepto de patria, clase social, de raza, de religión, de sexo o de género...
Aceptar la diferencia podría obligar a modificar la universalidad de la ley moral y el concepto de orden podría llegar a verse seriamente amenazado... Por el contrario, se trata de subrayar y acentuar las diferencias... Seres que la sociedad necesita y llega a fabricar, para demostrar la justeza del orden sobre el que se asienta”.4
A fines de la Edad Media, Hieronymus Bosch (el Bosco) pintó el Jardín de las delicias. En el panel que corresponde al infierno, los monstruos allí representados se relacionan con el caos y con el pecado. De ahí “esos cuerpos” inverosímiles, imposibles y aberrantes, no tolerados por la razón: hombres-ratas, niños-árboles, peces con alas, enanos y monjas que se transforman en cerdos, insectos gigantes, etc. La intención es clara, los monstruos advierten a los pecadores lo que les espera después de la muerte.
En el siglo XX, las vanguardias y muy especialmente el surrealismo, retoma “esas terribles delicias”, pero ahora asociadas a nuestro inconsciente, a nuestros sueños y deseos más profundos. No es casual, la influencia que el Bosco tuvo en pintores y cineastas como Dalí y Buñuel. El infierno deja de estar en el exterior para estar en nuestras mentes. Nuestro cuerpo es uno y lo otro, expresa la dialéctica de las formas y de su representación humana. “Es un principio de autocomprensión del propio cuerpo y de su correspondencia con todo lo viviente”5. El cuerpo interactúa con otros cuerpos, espacios, tiempos, lenguajes y objetos. Existimos como unidad en las diferencias. Nuestro cuerpo es “uno y otro”.
De todas formas, creo, que el film Freaks (1932) de Tod Browning, sigue siendo la más impactante y profunda reflexión crítica que ha dado el cine sobre la problemática de los monstruos. Freaks (¡niños, eso es lo que son!) no es más que la encarnación de la humillación, así como la situación de orfandad ante el mundo. También el emblema del miedo del ser humano hacia lo desconocido. Ahora bien, y para ir finalizando, la monstruosidad, por lo general estuvo asociada a la demonización, pero a medida que Satanás desdramatiza sus rasgos corporales, crece en cambio la demonización del otro, del diferente, del extranjero, del que piensa y habla distinto. Al que se le asignan rasgos y características monstruosas. No olvidemos que ya los griegos llamaban bárbaros (“gente que balbucea”) a todo aquel que no hablara griego. Y los romanos representaban a los enemigos con barbas y pelo desalineados, sucios y con narices deformadas. Luego “los anticristos”, sobretodo sus rostros eran presentados ante los cristianos con obscena fealdad (maldad). Obviamente, los judíos y musulmanes siempre han sido monstruosamente horrendos. Lo mismo ha ocurrido (y en cierta forma sigue ocurriendo) durante la Edad Media con los leprosos o apestados, considerados enemigos de la sociedad, por ser portadores de enfermedades incurables y malignas. Sin embargo, los monstruos son una mezcla de curiosidad y compasión, de atracción por lo insólito, raro, y de identificación con los marginales. Proponen por lo tanto un enigma anatómico a la curiosidad del público. De ahí que este apogeo (hasta 1940, aproximadamente) de fenómenos, maravillas o errores de la naturaleza, anuncia al mismo tiempo su decadencia. La declinación del teatro de la monstruosidad corporal es contemporánea a la aparición del cine. Benjamin las llamó “formas modernas de la industria de la distracción”. Desde la feria como un laboratorio (El gabinete del Dr. Calligari, de Wiene) de deformidades a la industria masiva del cine. Al decir de Jean Courtine, antes de Barnum (el primer capitalista moderno del espectáculo) el monstruo no es más que una rareza que libera un beneficio marginal, “una pequeña economía de la curiosidad”, después de él se transforma en un producto con valor agregado considerable, comercializable en un mercado masivo. También hay que remarcar que la ciencia ha terminado de apoderarse de la problemática de los monstruos, que se venía debatiendo desde el origen del hombre, para darle en la actualidad el estatuto y la dignidad racional que le faltaba. Descalificando la imaginación de otros tiempos. Desde otra perspectiva Foucault enmarca al monstruo humano dentro del ámbito de la anomalía. El marco de referencia, ya no va ser los expuestos anteriormente, sino la ley. Para Foucault la noción de monstruo es esencialmente jurídica: “porque lo que define al monstruo es el hecho de que en su existencia misma y su forma, no sólo es violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza... El campo de aparición del monstruo, es un dominio al que puede calificarse de jurídico biológico”6. En este sentido el monstruo es el límite de la ley, y al mismo tiempo, la excepción, que sólo se encuentra en casos extremos.
Para Foucault, digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido. El gran modelo de todas las pequeñas diferencias. Como vemos el concepto de monstruoso al igual que el de belleza, depende de las diferentes culturas y de las distintas épocas, donde lo monstruoso de hoy suele ser signo de cambios futuros. Lo que mañana será aprobado como arte y bello, podría parecer hoy monstruoso y feo. Porque como indica el epígrafe inicial de este artículo, nada es tan conservador, y nada se asemeja tanto a la mediocridad como la perfección.
Héctor J. Freire
Escritor y crítico de arte
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