lunes, 17 de enero de 2011

Interprétame si puedes...

El arte abstracto es, en el mejor de los casos, un desafío a la imaginación; en el peor, una poética del escándalo que llama a fórmulas abstrusas, afirma el autor. Pero incluso una obra abstracta ha de ser abordada como representación y eso que representa se convierte en decisivo.

POR ENRIQUE LYNCH - Filosofo y Ensayista


A menudo se escuchan ideas recurrentes acerca de lo abstracto en el arte. Se habla de la posibilidad de una forma sin forma, de una materia sin contornos y se describe un blanco y un negro absolutos o se hace el elogio de la expresión pura y de lo neutro (o del vacío). Fíjate que lo que resulta más recurrente en estas observaciones es la fascinación por la nada y el vacío, que parecen hacerlo todo más relevante y, al mismo tiempo, siempre un punto solemne. Cada vez que se invoca lo que no está, el comentario adquiere un aire como de algo que es muy trascendente. Pero lo que no está o está, pero una dimensión puramente abstracta, abstraído, en rigor, no interesa en absoluto.

El llamado “arte abstracto” es por su propia naturaleza paradójico. ¿Cómo se puede cualificar lo que por definición carece de cualidades? En algún momento de la más moderna historia del arte se produjo un escamoteo del verdadero asunto y del necesario contenido que debe tener una obra de arte. Todavía para Hegel, lo abstracto era la forma del arte inferior, que identificaba a esas obras que no habían conseguido aferrar nada significativo del Absoluto o de lo Divino. La estupidez moderna piensa en cambio el arte abstracto como una tarea implacable, como lo más austero y lo más exigente para el espectador porque no brinda ninguna consolación a la mirada. Se sigue una consigna de Adorno que, de forma un tanto ingenua, pretendía superar el engolamiento de la estética burguesa con un arte sin contemplaciones, ascético, un arte que no está para “ser contemplado”.

Sobre la abstracción se apunta y se destaca siempre la concisión, la claridad y la pureza de lo abstracto; y se suele presentarlo como un enigma sin clave de resolución; fórmula que es casi publicitaria y muy efectiva porque ya sabemos que todos los enigmas tienen un atractivo especial en la medida en que, puesto que son tales, no pueden ser desvelados y en cambio se presentan como una invitación constante a serlo. La obra de arte abstracta –como decía Canetti acerca de los textos de Kafka– es un “Interprétame si puedes...” En el mejor de los casos, un desafío a la imaginación y, en el peor, una poética del escándalo que llama a interminables elucubraciones y fórmulas abstrusas. Pero el arte del espacio –la pintura, la escultura, la arquitectura– no puede ser sino representativo. Incluso una obra abstracta ha de ser abordada como representación, de lo contrario no podríamos referirnos a ella. ¿Pero de qué puede ser representación una mancha sino de sí misma? De un objeto que, si existiera algo semejante en el mundo, se parecería a eso, afirma Claude Lévi-Strauss, reforzando la idea de la semejanza como base de la apreciación en arte, pero también haciendo una concesión a la idea de que el arte, a fin de cuentas, es una técnica para representar algo. Y, de pronto, eso que la obra de arte necesariamente representa se convierte en decisivo. La obra abstracta no es significativa sólo porque represente algo sino por lo que representa, aunque a la postre sea mera representación de sí misma. Algo parecido sucede con la música que, como sabemos, no es representativa y que no obstante ha de representarnos algo para que podamos hablar de ella. Y, mira por dónde, la música es el arte abstracto por antonomasia, de modo que en la experiencia de la música encontramos una clave para comprender cuál es la fascinación que suscita el arte abstracto.(Pero, cuidado, que la música es un arte del tiempo, no del espacio, como la pintura o la escultura.) De todas maneras es inevitable que contrastemos la pintura figurativa (o, mejor dicho, representativa, en un sentido cabal del término) con la pintura abstracta y, en ese contraste, es evidente la superioridad de la pintura representativa sobre la pintura abstracta, una superioridad que sólo se puede explicar por el dramatismo de la representación que también puede ser –¿por qué no?– muy ascético y así contentar al resentido T. W. Adorno. Mira si no, amigo mío, la profusión de sentidos que tiene esa viñeta de Roy Lichtenstein en la que aparece una pareja en silencio en el interior de la cabina de un automóvil. Esa representación pop tiene innumerables lecturas; tantas, que parece inagotable: no hay manera de dejar de mirarla y de reflexionar sobre ella: ¿a quién corresponde defender en esa callada disputa que tiene lugar en el interior de un automóvil? El desconfía de ella (¿o es temor lo que siente?) y ella se refugia con la mirada en el horizonte. El está a punto de traicionarla y ella es indiferente a su traición. Hay una historia de amor que se desmantela. El aguarda el momento propicio para abordarla... etcétera. Se atribuye la “narratividad” implícita de esta viñeta pop a que es un remedo de un cómic, pero no es así. Se podría asociar con cualquier otra imagen semejante con sólo que fuese igual de dramática.

Consideremos alguno de los preciosos grabados de Félix Vallotton, por ejemplo uno en que la amante susurra en el oído del amado algo que no llegamos a escuchar pero que sabemos, por el título, que es una mentira: Le Mensonge . La imagen ilustra lo que no se puede ver pero al mismo tiempo revela que la mentira es indistinguible de un gesto. He visto a muchos que he descubierto mintiendo quedarse desconcertados porque no podían entender cómo los había descubierto: al mentiroso se lo detecta sobre todo por el gesto.

¿Y la extraordinaria Anunciación de Simone Martini que ilustra el momento en que el Arcángel Gabriel comparece ante María para anunciarle que tendrá un hijo sin la mediación de un contacto carnal? Es un tema repetidísimo en la iconografía medieval y renacentista pero Martini consigue representar el dramatismo singular del encuentro que anuncia la Inmaculada Concepción. La escena está dominada por las dos expresiones de ese diálogo mudo que entablan los personajes del cuadro: de una parte podemos observar la picardía un tanto insolente del Arcángel y de otra parte la expresión de recato y de repulsión que pone la Virgen.

(Mi madre, que era una pícara y una mentirosa patológica, me enseñó a mirar todo lo que oculta este cuadro memorable.) Y ahora tratemos de imaginar lo que dice (o expresa) un cuadro abstracto. Da igual cuál sea el que elijamos: los cuadrados de Malévich, las manchas de Rothko, el lienzo azul de Yves Klein. Es inútil intentar descubrir algo trascendente u oculto en ellos porque dicen –perdón, “expresan”– siempre lo mismo, una y otra vez. Nada.

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