sábado, 5 de junio de 2010

Picasso: hambre en la mirada

El deseo como forma de apropiación del objeto es el eje de este recorrido por la obra del hombre que cambió el arte para siempre.

Por: Alberto Giudici

FIGURA CON BLUSA DE RAYAS. 1949, seis colores sobre piedra.

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Fue un soleado sábado de abril de 1973, a mediodía. Desde Radio Colonia, la voz de Ariel Delgado trajo la noticia. Parafraseando a Neruda, fue como un golpe de océano. Picasso había muerto. Luego, el silencio, el estupor de las cosas. ¿Cómo sería el mundo sin este creador que había marcado a fuego el siglo veinte y que con "Las señoritas de Avignon" había dado una definitiva vuelta de página en la historia del arte? Difícil imaginarlo, en ese momento. El mundo siguió andando, es cierto. Y el arte también: nuevas búsquedas, otros caminos más complejos. Pero Picasso no envejece. Es que en aquel lejano 1907 la fragmentación de la mirada y la ruptura del punto de vista único renacentista, que dieron origen al cubismo, significó una transformación copernicana en la que el tema de la pintura pasó a ser la pintura misma. El arte sería en adelante, su propio objeto. Una realidad autónoma inaugurando el reino de la libertad.

Eso se respira al recorrer las 62 obras que se exhiben en Caseros, en el Museo de la Universidad de Tres de Febrero. La vitalidad arrolladora de Picasso, el permanente hurgar en las formas, incluso cuando a fines de los años veinte inicia lo que se conoce como su período clásico, tan presente en estos trabajos en papel, llevan siempre la impronta revolucionaria del cubismo. Ya no sólo como procedimiento en la desarticulación de las formas, sino como una escritura, una forma de hacer, de respirar. La mirada del deseo, tal el título de la muestra, tiene un eje temático: el cuerpo y esa mirada, la de Picasso, que lo envuelve con su pulsión. Más allá de toda consideración formal –y hay mucho para escribir al respecto– esa pulsión de vida atrapa la del espectador. La línea se vuelve cuerpo, mujer, niño, saltimbanqui; convertida en estela del deseo, perfora la percepción, la interpela, la subyuga.

Hace 22 años, el Ayuntamiento de Málaga adquirió el edificio de cinco plantas, en uno de cuyos epartamentos nació y vivió con su familia hasta fines del siglo XIX. Ahí se instaló la Fundación Pablo Ruiz Picasso-Casa Natal, dedicada en un comienzo a reunir y ordenar la inagotable documentación dispersa en el mundo. Con el tiempo, comenzó a adquirir obras, centrándose en su producción gráfica, dibujos, libros que ilustró y cerámicas. Hoy, el patrimonio alcanza 866 piezas, entre ellas, 45 libros, 223 litografías y 84 dibujos.

El recorte propuesto por Lourdes Moreno, directora de la Fundación y curadora de la muestra con Diana Weschler, sigue una secuencia en que la idea del "deseo" puede verse "como forma de apropiación del objeto" desde un hilo conductor que es el cuerpo humano, preferentemente femenino. La mujer excede su condición de género y es, en Picasso, una suerte de axis mundi alrededor del cual organiza distintos ejes recurrentes a lo largo de su obra.

La mujer-modelo como nexo entre la mirada del creador y la obra creada, convertida en signo es un tema que lo obsesiona y donde a menudo se coloca como un voyeur de sí mismo. Lo observado está en un permanente juego de espejos. Picasso escarba una y otra vez en esta idea-fuerza. De "Salomé" (1905) al "Taller del viejo pintor" (1954), hay infinitas variaciones con citas de los mitos del mundo greco-romano u obras de otros artistas, esos que reverencia. Maravillosa punta seca sobre cobre, "Salomé" es cronológicamente la pieza que abre el recorrido.

Picasso comprime el relato bíblico en una única escena. Ya desnuda, concluyendo la sensual danza de los siete velos, Salomé traza una poderosa diagonal que une la mirada atenta de Herodes y la cabeza ya sacrificada de San Juan Bautista reposando en la falda de la esclava nubia, en un envolvente ritual de miradas. La mirada. El deseo. En esa línea puede verse "El almuerzo sobre la hierba", según Manet, linograbado de 1962. El irreverente lienzo de Manet, que escandalizó en su momento y fue confinado por el propio emperador al Salón de los Rechazados, colocaba en el centro de la escena a una joven desnuda rodeada por cuatro caballeros elegantemente vestidos. El sinsentido era evidente. Y provocativo. Como si sacara a luz la tremenda carga erótica contenida en ese bucólico escenario, Picasso lo transfigura en un sensual juego de arabescos que enlaza las figuras, recorre como una serpentina toda la superficie de la plancha a punto de salirse de sus márgenes. Todo es orgásmico en esta obra maestra.

Entre las muchas perlas de esta muestra, deslumbra la serie de dieciséis planchas titulada Dos mujeres desnudas, realizada entre noviembre de 1945 y febrero de 1946. Las series, según el propio Picasso, le permitían dejar testimonio de la obra como un proceso de decantación formal. Aquí aparecen dos de sus esposas: Dora Maar, recostada a todo lo largo de la secuencia, y Francoise Gilot, para entonces su más reciente pareja, sentada en gesto altivo. Mientras Dora, que remite a las figuras de Tiziano o Giorgone, permanece inalterada, Francoise va rotando y los trazos se vuelven cada vez más sintéticos hasta que a partir de la octava plancha ambas mujeres se liberan de todo accesorio narrativo para ser puro signo formal, enhebrado en un acompasado juego de líneas.

Esa danza tiene un ritmo que no da respiro a todo lo largo del fascinante recorrido por el mundo de Picasso.

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