domingo, 20 de junio de 2010

El renacimiento

El escritor español, John Berger, se refiere aquí a "las cataratas morales", aquel velo que empaña la mirada de los cansados y cobardes pese al cristalino intacto.

Por: Rafael Argullol

EL JUICIO FINAL, de Miguel Angel: su desgaste generaba efecto de cataratas colectiva hasta la restauración japonesa que le devolvió la nitidez al color.

Cuando le pregunté a mi padre cómo se sentía después de ser sometido a una operación de cataratas, me contestó que le pareció ver El juicio final de Miguel Angel después de los quince años de restauración por parte de los japoneses. Al ser hombre de pocas palabras, sobre todo en sus últimos años, mi padre debía ser interpretado frecuentemente al modo oracular. Sin embargo, en esta ocasión, su metáfora era elocuente y encarnaba, además, todo un capítulo de la historia del arte. Los restauradores –no sé si eran japoneses los técnicos o los patrocinadores– habían arrancado las cataratas más ilustres de la entera crónica de la piedra. Es cierto que ellos se habían limitado a limpiar el fresco y a recuperar los colores originales; pero, al hacerlo, lo que había limpiado es el cristalino de los espectadores y, en consecuencia, regalado a las retinas arco cromático primigenio.

Mi padre, libre de sus cataratas, aludía, a ese maravilloso azul y a los tonos sorprendentemente cálidos surgidos tras la restauración. Durante dos siglos los historiadores del arte se habían referido al tenebrismo de la última etapa de Miguel Angel, con El juicio final como obra más representativa. Yo mismo recuerdo a mi profesor de la universidad explicando minuciosamente como aquel tenebrismo, además de manifestar la atormentada religiosidad del viejo Miguel Angel, anticipaba la posterior oscuridad barroca de los Ribera y Zurbarán. Todo parecía muy coherente. No obstante, cuando los restauradores sacaron sus andamios, el espectador tuvo que acostumbrase a algo bien distinto. La terribilità miguelangesca seguía, desde luego, ante sus ojos, aunque ahora a través de colores vivísimos.

¿Qué había pasado para que se trastocara una idea estética de tanto calado? En realidad la metamorfosis del fresco debido, no a la mano de su autor, sino a su agente externo, había provocado en los espectadores de sucesivas generaciones lo que podríamos llamar efecto catarata. El velo no lo había puesto Miguel Angel, según creían con demasiada ingenuidad teórica, los historiadores; el velo, la neblina que se interponía entre la composición original y la retina del espectador moderno, era la consecuencia del paso del tiempo, del humo de las chimeneas y de las velas, de las agresiones lumínicas y, también, seguramente, del exceso de ojos que habían querido contemplar la cada vez más oscurecida obra maestra. Hoy, sin embargo, el velo ha desaparecido, y con él aquella catarata colectiva que afectaba a los espectadores y sobre la que construían sus teorías los estetas.

La respuesta de mi padre tras su operación ha venido rápidamente a mi memoria cuando he leído el texto de John Berger sobre su propia intervención. Para un hombre de su capacidad narrativa y de su conocimiento artístico el desvelo de la mirada que implica una extirpación de cataratas equivale a un acto liberador de los procesos creativos. Desvelar es asimismo revelar: aquello que estaba oculto, aquello que se expresaba en otra dirección. No se trata, creo, de un problema relacionado con la verdad pues tan verdadero era el blanco que Berger veía antes de la operación como el que ve después. El juicio final velado que observamos antes de la restauración entrañaba la verdad del humo y del tiempo, tan rotunda como la que nos retrae a las tonalidades del principio.

No es un problema de verdad sino de alegría. Yo, siendo muy joven y viviendo en Roma, había reverenciado el tenebrismo del autor de la Capilla Sixtina; sin embargo reconozco que aquella reverencia no era equiparable a la alegría íntima que sentí, años después, al enfrentarme a los colores originales de El juicio final, aun siendo el tema terrible, aquel azul era el color de una epifanía. Por eso no me ha sorprendido demasiado que John Berger relatara su propia experiencia quirúrgica en términos casi eufóricos. Si toda cirugía culminada con éxito empuja al entusiasmo del paciente –que se siente liberado, en sentido estricto, de su "parte maligna"– la que le conduce al triunfo de la mirada implica una singular liberación. La alegría del ojo se exhibe, entonces, como la síntesis suprema del renacimiento de los sentidos. Hace un siglo Edvuard Munch, recién alejado del fantasma de la ceguera que lo había abrazado largo tiempo, escribió unas reflexiones cercanas a las que ahora ha escrito Berger. En ambos casos se refleja la jovialidad de quien está de nuevo dispuesto al descubrimiento.

Un último asunto: la limpieza y reparación del cristalino simboliza, precisamente, esta renovada disposición. Conozco muchos hombres que han renunciado de modo expreso a mirar al mundo pese a que, técnicamente, tienen un cristalino intacto. Están cansados, o, son cobardes, o creen viajar en aquel convoy que está de vuelta porque todo ha sido ya visto. Sus cataratas son morales, y ningún cirujano puede enfrentarse a ellas. Pero quien quiere recuperar la mayor alegría del ojo es aquel que siempre se considera un viajero en el tren de ida y vuelta. Y este pasajero requiere una retina que esté acorde con su avidez de sensaciones.

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