Clement Greenberg, uno de los críticos de arte más importantes del siglo XX, publicó en 1935 su ensayo fundamental: “Vanguardia y kitsch”. Fue publicado en la Partizan Review, una publicación que en sus comienzos funcionaba como uno de los órganos de difusión de los comunistas estadounidenses y que luego, como da testimonio Greenberg, desarrollaría una línea opuesta al stalinismo. El texto es bastante brutal sin por eso perder su agudeza y abre una discusión que conserva hasta cierto punto su actualidad.
Greenberg observa espantado el triunfo de la música seriada de Brodway y de las ilustraciones comerciales, productos que las masas consumen ávidamente en la época y defiende un tipo de arte que surge de una conciencia crítica refinada: la vanguardia y, en particular, la abstracción.
La sofisticación de la vanguardia, en su análisis, también constituye un problema:
“La especialización de la vanguardia en sí misma, el hecho de que sus mejores artistas sean artistas de artistas, sus mejores poetas, poetas de poetas, la ha malquistado con muchas personas que otrora eran capaces de gozar y apreciar un arte y una literatura ambiciosos, pero que ahora no pueden o no quieren iniciarse en sus secretos de oficio”.
Este espacio vacante es ocupado según Greenberg por el kitsch, la producción academicista y fácilmente digerible que se aprovecha también de la población campesina que llega a las ciudades y pierde su cultura popular de origen. Allí está su principal interés, rescatar a esas fuerzas para la revolución. “El kitsch –escribe– es mecánico y opera mediante fórmulas. El kitsch es experiencia vicaria y sensaciones falseadas. El kitsch cambia con los estilos pero permanece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que hay de espurio en la vida de nuestro tiempo. El kitsch no exige nada a sus consumidores, salvo dinero; ni siquiera les pide su tiempo”.
Todavía faltaban muchos años para la llegada del pop, que cambiaría completamente los términos de esta discusión regodeándose como arte de masas y mostrando las limitaciones del elitismo vanguardista. Las ideas de Greenberg, sin embargo, tenían un sentido político concreto en su tiempo: “el estímulo del kitsch no es sino otra manera barata por la cual los regímenes totalitarios buscan congraciarse con sus súbditos”. En ese esfuerzo contra el totalitarismo reside lo mejor que tiene su teoría.
La sofisticación de la vanguardia, en su análisis, también constituye un problema:
“La especialización de la vanguardia en sí misma, el hecho de que sus mejores artistas sean artistas de artistas, sus mejores poetas, poetas de poetas, la ha malquistado con muchas personas que otrora eran capaces de gozar y apreciar un arte y una literatura ambiciosos, pero que ahora no pueden o no quieren iniciarse en sus secretos de oficio”.
Este espacio vacante es ocupado según Greenberg por el kitsch, la producción academicista y fácilmente digerible que se aprovecha también de la población campesina que llega a las ciudades y pierde su cultura popular de origen. Allí está su principal interés, rescatar a esas fuerzas para la revolución. “El kitsch –escribe– es mecánico y opera mediante fórmulas. El kitsch es experiencia vicaria y sensaciones falseadas. El kitsch cambia con los estilos pero permanece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que hay de espurio en la vida de nuestro tiempo. El kitsch no exige nada a sus consumidores, salvo dinero; ni siquiera les pide su tiempo”.
Todavía faltaban muchos años para la llegada del pop, que cambiaría completamente los términos de esta discusión regodeándose como arte de masas y mostrando las limitaciones del elitismo vanguardista. Las ideas de Greenberg, sin embargo, tenían un sentido político concreto en su tiempo: “el estímulo del kitsch no es sino otra manera barata por la cual los regímenes totalitarios buscan congraciarse con sus súbditos”. En ese esfuerzo contra el totalitarismo reside lo mejor que tiene su teoría.
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