jueves, 29 de abril de 2010

Vestir el ropaje de los próceres

Como el mito, las narraciones en torno a episodios originarios como la Revolución de Mayo, presentan versiones contrapuestas. Los políticos se adjudican los hábitos de los patriotas y endosan a sus adversarios la máscara del virrey.

Por: Dardo Scavino

FRANCISCO DE MIRANDA proclamaba “los descendientes de aquellos ilustres indios, que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de su patria, prefirieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa…”.

Las conmemoraciones son momentos medulares de cualquier comunidad. En ciertas fechas precisas, sus miembros dejan de lado sus hábitos ordinarios y se consagran a rememorar juntos algún suceso primordial. Son en general los mayores quienes se encargan de transmitirle esa memoria a los jóvenes. Y lo hacen repitiendo una serie de relatos que no rememoran solamente los inicios de su pueblo sino también los comportamientos apropiados para desenvolverse en él. Hechos y valores, peripecias y reglas de vida, historias y exigencias morales o políticas son las dos caras inseparables de aquellas fabulaciones. Y por eso sus protagonistas suelen ser los ancestros dignos de recordarse e imitarse (aunque sea por contraste). En esto se reconoce, por otra parte, un acontecimiento mítico: poco importa si tuvo lugar o no, lo importante es que prefigure una coyuntura actual. Nunca sabremos a ciencia cierta si Tales de Mileto se cayó efectivamente en un pozo por contemplar las estrellas y si una esclava no pudo evitar reírse de él a carcajadas, pero el relato de este episodio va a convertirse en un mito de la comunidad filosófica: los esclavos de la opinión van a seguir burlándose de la torpeza de los pensadores en la esfera de la vida práctica (a no ser que el mito prefigure la burla de las clases populares a esos académicos que se ocupan de los asuntos celestes desdeñando los terrestres, porque un mito, hay que decirlo, suscita múltiples interpretaciones).

Los discursos conmemorativos de acontecimientos iniciales como la Revolución de Mayo suelen dividirse en tres partes: "no olvidemos a esos hombres...", "hoy como ayer..." y "sigamos su camino...". En la primera, el orador presenta un somero resumen de la situación política de ese entonces y de las acciones que llegaron a modificarla. En la segunda, establece una analogía entre el pasado y el presente de manera que el acontecimiento inaugural toma el cariz de un augurio de la situación actual. En la tercera, su voz asume una tonalidad admonitoria para alentarnos a imitar a los próceres que la transformaron. Narración, poesía, imitación.

Hace unos días me tocó compartir una mesa redonda sobre el Bicentenario con un profesor francés que escribió algunos trabajos admirables acerca de la coyuntura política reciente en América Latina. Para referirse a las multinacionales que tratan de apropiarse recursos como el agua o la biodiversidad de nuestro continente, este politólogo hablaba de las "nuevas carabelas". Esto explicaba, a su entender, por qué el presidente Evo Morales podía hacer hoy en día un llamado a una "segunda independencia". Personalmente no podía dejar de estar de acuerdo con mi compañero de mesa. Pero lo interesante, en este caso, era la metáfora empleada. Porque, entre otras cosas, los think tanks de las firmas extranjeras hubiesen podido recurrir igualmente a ella aunque invirtieran su valor: las empresas son las carabelas que vienen a traerles la civilización y el progreso a los pueblos atrasados. Atribuirle una dimensión premonitoria a los acontecimientos originarios, convertirlos en episodios míticos de una comunidad, es una operación política de primera importancia: los sucesos fundadores son objeto de las disputas y apropiación por parte de las diversas corrientes de pensamiento de una sociedad. Ningún orador político puede prescindir de esas narraciones del pasado y de esos vaticinios del presente.

Las narraciones en torno a episodios originarios como la Revolución de Mayo conocen también muchas versiones en pugna. Unos van a sostener que, "hoy como ayer", se trata de defender la soberanía política y económica de la nación combatiendo al nuevo imperio y sus secuaces locales. Otros van a recordar que los revolucionarios de entonces luchaban contra ese proteccionismo económico impuesto por los Borbones que había traído aparejado el retraso material e intelectual de la región, como lo había denunciado Mariano Moreno en su Representación de los hacendados. Hay quienes van a sostener incluso que las élites criollas conmemoran su toma del poder y le imponen esta celebración al resto de los argentinos, como si la victoria de su clase hubiese sido la victoria de la sociedad en su conjunto.

A veces basta con un solo nombre para evocar estos relatos. Durante el gobierno del presidente Carlos Menem y del vice-presidente Eduardo Duhalde, cuando María Julia Alsogaray timoneaba la privatización de Entel y Domingo Cavallo establecía la paridad entre el peso y el dólar, algunos medios de prensa habían apodado "el virrey" al embajador de Estados Unidos. Tanto la analogía entre las situaciones como la exigencia de una respuesta política se mantenían aquí tácitas: el gobierno de Menem y Duhalde repetía la dependencia de la época colonial, de modo que debíamos imitar a los patriotas de Mayo y constituir un gobierno popular verdaderamente soberano. Para otros medios de prensa, en cambio, las relaciones "carnales" con los Estados Unidos se parecían más bien a los encuentros furtivos que los propios patriotas habían mantenido con Gran Bretaña, para defender la libre circulación de mercancías contra los nostálgicos del monopolio comercial.

Pero algunos años antes del gobierno de Menem y Duhalde, Raúl Alfonsín había sustituido el balcón de la Casa Rosada por la balaustrada del Cabildo para pronunciar su primer discurso ante la muchedumbre agolpada debajo, en la Plaza. La dictadura militar quedaba asociada así con el Ancien régime del virreinato español mientras que los patriotas revolucionarios prefiguraban su propio gobierno y una presunta renovación, o cambio, del contrato social de la Argentina. Hay quienes se alertaron ante esta evocación del pasado revolucionario. Hay quienes se entusiasmaron con la alerta ajena (Alfonsín, después de todo, había denunciado unos días antes al imperialismo que acababa de invadir la isla caribeña de Grenada).

Así como los alumnos prefieren los papeles de los próceres y se niegan a interpretar a los godos durante los actos escolares, los políticos se apresuran a arroparse con los hábitos de los patriotas y a endosarles a sus adversarios la máscara del virrey. Es muy probable que a algún periodista se le ocurra, en el marco del Bicentenario, tildar a la señora Fernández de Kirchner de "virreina" y comparar a los parlamentarios de la oposición con los miembros de la Primera Junta. Pero no hay que descartar tampoco que algún otro le recuerde hasta qué punto este organismo representaba a las élites criollas y desdeñaba, e incluso perseguía, a grandes líderes populares como José Artigas. Unos pueden asegurar que los argentinos precisan independizarse de Brasil o de Venezuela como en otros tiempos se independizaron de España; otros pueden recordar que la división entre los pueblos ya había sido una estratagema colonial de los Borbones. Algún caricaturista puede vestir a Chávez o Lula con el atuendo pomposo de Fernando VII; esto mismo podría llegar a hacerlo otro con Obama. Las conmemoraciones son fiestas, y las fiestas, mascaradas: a través de una interpretación ritual de los grandes mitos colectivos, los vivos representan, por algunos días, a los muertos.

Relatos de la Revolución

Las propias revoluciones de independencia poseían sus narraciones, su poesía y unos padres cuyos sueños se proponían cumplir (los sueños de los padres de la patria son siempre épicos y castos, claro está). Aquellos acontecimientos también tenían esa dimensión carnavalesca y sus protagonistas repetían ya aquella expresión: "hoy como ayer". No es casual que criollos como Bernardo de Monteagudo o José de San Martín formaran parte de una logia denominada Lautaro. Los patriotas solían calzarse las máscaras de los héroes amerindios que habían combatido antaño al opresor español. Esto explica por qué tanto la canción patria argentina como su homóloga uruguaya convierten al emperador Atahualpa en una suerte de padre totémico de ambos pueblos y por qué sus banderas fueron ornadas con un sol incaico. Pero también por qué el ecuatoriano José Joaquín de Olmedo podía presentar a Bolívar como hijo de Huayna Capac en un poema que celebraba la victoria de Junín. Tanto San Martín como Belgrano se habían mostrado incluso favorables a sustituir la monarquía ibérica por la incaica aunque hayan terminado por toparse con el escepticismo de la mayoría de los congresales reunidos en Tucumán.

Un miembro fundador de la logia Lautaro, el venezolano Francisco de Miranda, apostrofaba en una de las primeras proclamas independentistas a los hispanoamericanos recordándoles que eran "los descendientes de aquellos ilustres indios, que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de su patria, prefirieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa..." Las revoluciones se presentaban como la revancha de los americanos oprimidos desde hacía ya trescientos años. Pero lo curioso es que el mismísimo Miranda, como muchos otros criollos, no dudaba en reclamarse a continuación descendiente de los españoles que habían derramado su sangre para conquistar estas "tierras lejanas" (tierras cuyo gobierno los propios reyes ibéricos les habían cedido a través de una serie de solemnes "capitulaciones"). Las revoluciones se presentaban en este caso como la restitución del poder que los colonos españoles habían perdido. Los criollos no cesaban de identificarse alternativamente con los conquistadores y los conquistados, y este cambio de disfraz resultaba a veces tan vertiginoso que puede pasar desapercibido para el lector más atento.

Tragedia o farsa, la historia política resulta inseparable de la representación, de la repetición y del mito. Los acontecimientos históricos ya son conmemoraciones, y las revoluciones no constituyen la excepción: como bien lo había señalado Marx, éstas suelen extraer su poesía del pasado. Los historiadores se consagran a la encomiable tarea de sustituir los mitos por la verdad documental. Pero los propios protagonistas de la historia ya eran, o ya son, adictos a tal o cual relato de la historia. Nacionalistas, liberales o marxistas nos proponen narraciones de la historia que también son convicciones y líneas de acción, como lo eran, en tiempos de la independencia, el mercantilismo o el librecambismo. Y pareciera superfluo decirlo, pero cuando conmemoramos un acontecimiento, no nos acordamos de lo ocurrido ­–¿cómo podríamos hacerlo?–, sino de alguna narración de lo ocurrido.

Hay quienes piensan que una persona dice la verdad cuando repite una y otra vez la misma historia. Hay quienes piensan, por el contrario, que una perseverancia semejante nos sugiere más bien que se trata de una terca fantasía. Hay quienes nos aseguran que no hay ninguna verdad fuera de esta pluralidad de narraciones. Hay quienes aseguran que escucharlas, deteniéndose en sus contradicciones, sus omisiones, sus desplazamientos, nos permitiría llegar a algún tipo de verdad acerca de quienes las repiten.

Como sucede desde hace doscientos años, el próximo 25 de Mayo vamos a conmemorar la Revolución. Vamos a declamar algún relato acerca de aquellos acontecimientos, a proclamar que la lucha sigue siendo, a pesar de las diferencias, la misma, y a reclamar una acción política que, imitando a aquellos héroes, nos conduzca a la patria que soñaron. Y seguramente las fábulas, las comparaciones y las exigencias van a ser todas muy distintas, lo que significa que el mismo día, y probablemente a la misma hora, los argentinos vamos a conmemorar revoluciones diferentes.

PROF. DE LITERATURA LATINOAMERICANA EN LA UNIVERSIDAD DE VERSALLES, AUTOR DE "NARRACIONES DE LA INDEPENDENCIA".

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