Por la variedad espacial y la truca espectacular, el cine ha asumido procedimientos del teatro barroco.
POR ANGEL FARETTA
Acaba de reponerse entre nosotros una versión de La vida es sueño de Calderón de la Barca, clave de toda la provincia barroca española con los Austria todavía en la corona. Es ya locus classicus de cierta erudición ociosa comparar los logros de este poeta dramático con su en poco anterior generacionalmente, William Shakespeare.
Ambos se mueven en el barroco, claro está que el inglés lo hace todavía en los inicios del mismo y con todas las precauciones del caso, debido a su propia situación de homo duplex , ya que el carácter de criptocatólico de este autor sólo es negado hoy por algunos scholars en retirada insular. Pero no es esto lo que deseamos tratar. Si no hacer ver que, por eso mismo, el inglés debe inventar una forma abierta de expresión, así como de representación, para aquello que quiere decir, mientras que el jesuita español lleva hasta las últimas consecuencias el aparato de la representación barroca, sobre todo una truca escénica que, paradójicamente, ya es imposible de reproducir. También emplea un verso estrictamente silábico, aunque muy variado en número, pero con una acción dramática cerrada donde los actores, si quieren actuar en el sentido “moderno”, entorpecen la dicción de los versos. En cambio, en el inglés esa obra abierta, que escandalizó a los “clasicistas” franceses, que lo detestaron, se hace vertiginosa en su representación mediante el empleo de escenarios secundarios, de pequeños intervalos dramáticos desarrollados en lugares laterales a las acciones principales, que ya parecen adelantar el cine, no sólo en cuanto a técnica, sino en cuanto a métodos de significación.
Además, Shakespeare debe emplear un verso blanco –no libre– es decir sin rima y recurrir de manera repetida a un verso acentuado y no silábico, el pentámetro yámbico que habían ensayado en forma tentativa Chaucer y Marlowe. También compone mediante partes versificadas y otras en prosa hasta en una misma escena. En cambio, Calderón rima mediante toda forma posible y mide cada verso silábico, aunque empleando todos los metros. Pero más allá de estas diferencias históricas, donde Shakespeare se mueve cautelosamente para no terminar como Tomás Moro y donde el dramaturgo jesuita se halla por el contrario firmemente asentado en la Contrareforma y por ello mismo lo dice todo lentamente –porque más que teatro sus obras son todavía ceremonias–, los une algo fundamental. Ambos mantienen la unidad entre sentimiento y entendimiento. No se ha producido en ellos esa disociación de la sensibilidad entre el pensar y el sentir que Eliot diagnosticará a comienzos del siglo veinte como el síntoma fundamental de los males de la expresión y del intelecto moderno. Y que él, como Pound, Lewis, Tolkien, Charles Williams y tantos otros intentaron volver a reunir en el mundo de habla inglesa empleando diversos medios expresivos, desde los cuentos de hadas y el relato fantástico hasta la tragedia en verso blanco, pero en traje contemporáneo.
Ahora bien, y sin desmerecer estos logros desde luego, sería el cine quien lograría más que nadie ese religamiento entre razón y pasión, entre sentir y razonar. ¿Cómo fue esto posible? Primero, mediante un afrontar, un aceptar el útil técnico y comprometerse con él en la expresión estética y espiritual. Luego mediante el fundir diversos planos, los que eran a su vez recortados según necesidad y que enlazaban lo plástico-visual con lo dramático-expresivo-humano y con lo musical para reconfigurar símbolos al alcance siquiera epidérmico del espectador contemporáneo. Dejando en todo caso “entre paréntesis” la comprensión más acabada o directamente hermética de esos mismos planos simbólicos.
Tomemos por ejemplo el final de Marnie , de Hitchcock. La confesión-recuerdo de la protagonista y de su madre, el preguntar del hombre que busca salvarla, toda esta complejidad emocional y espiritual que, por ende, es y debe ser también entendida en términos racionales por el espectador –claro está que no en ese mismo momento porque el cine “confía” en dejar instaladas para siempre esas imágenes en la memoria del espectador– se consigue atendiendo de consuno al sentir y al intelegir. Se ha conseguido religar el sentimiento con la razón. Aquí es donde el cine se enlaza con el proceder barroco. Tanto por la variedad espacial como por la truca espectacular. Y sobre todo, como en este caso, que la truca sea expuesta, totalmente visible; porque es –aquí también– pura pompa mundana.