sábado, 14 de agosto de 2010

El cuerpo nuestro de cada drama


El cuerpo nuestro de cada drama
Por Gustavo Emilio Rosales




















I. A diario escribimos sobre el cuerpo, sobre nuestro cuerpo, literalmente. Signamos todo acerca de él, en él.

Los impactos de nuestras experiencias, imaginarias o reales, hacen mella en el cuerpo. Lo impactan. Lo marcan. Si pudiéramos observar nuestro físico por dentro y por fuera detectando las huellas de esta erosión incontenible, seguramente nuestra corporeidad ofrecería un panorama de talante lunar: asimetrías, fracturas, rugosidad, cráteres y montañas por doquier. ¿Algún espacio inédito? Numerosos artistas dan cuenta de lo avasallante que puede resultar esta recepción de estímulos en un organismo de sensibilidad acrecentada. El español David Nebreda, uno de los más radicales en esta clasificación, vive enclaustrado en un piso diminuto, en Madrid, y hace de su enfermedad (esquizofrenia irreversible), el motor para la creación de una obra principalmente fotográfica que, mediante escarificaciones, golpes, quemaduras, ayunos, emplastes de excremento y zurcido de piel, conduce la noción autorretrato hacia un tono dominado por el hiperrealismo. Es posible encontrar en la inventiva de Zolá, Artaud, Wölfli u Orlan la genealogía de su propuesta estética.

El butoh, una forma contemporánea de danza creada en Japón poco después de la segunda posguerra por los coreógrafos y bailarines Tatsumi Hijikata y Kazuo Ohno, profundiza en la idea del cuerpo como cartografía poética. Ohno, recientemente fallecido a los ciento tres años de edad, solía decir: “todos mis muertos me acompañan al bailar”, lo que es divisa de un arte comprometido con un proceso de autoconocimiento radical, que exige de quien lo aborde, amén de maestría técnica, la transustanciación de sus condiciones cotidianas. Resulta muy difícil que alguien olvide una función de butoh, pues se trata del encuentro con cuerpos que accionan al límite de sus posibilidades psicofísicas; así es que el retablo de dicha presentación artística estaría plasmado por músculos en tensión extrema, gesticulación exacerbada, posturas inverosímiles y una dinámica lenta, que pondría énfasis en el ambiente espectral que determinaría la presunta escena. Sin embargo, la impresionante apariencia corporal de este género (incluyendo el maquillaje blanco que suele tapizar a los intérpretes), es sólo la epidermis de un afán de creación sumamente especializado, cuyo propósito colinda con el de la meditación en el intento de conquistar atisbos de eternidad en el presente.

El cuerpo (cuerpo-psique, cuerpo-emoción, cuerpo-raciocino; recordemos) que, en su extrema vulnerabilidad consciente experimenta lo que Cioran llamó “el inconveniente de haber nacido”, no sólo se autoinmola en deflagraciones de dolor, o busca sublimarse por medio de una disciplina monástica; no pocas veces este cuerpo híper expuesto, lúcido (Camus: “comenzar a pensar es comenzar a estar minado”), simplemente se rinde y al hacerlo (¡realizar el no-hacer, encarnar la ausencia!) deja que el absurdo del mundo se manifieste por sus poros tal cual es: infinito. Se trata de Bartleby, el prolijo escribiente de Melville que un día decide decir “preferiría no hacerlo” cada que el mundo le exige rendir cuentas, y así renuncia a la lógica carnicera de lo humano; son, por supuesto, Pozzo y Lucky, de Beckett, para quienes la espera en sí es el sentido de esperar; y también aquí deben estar los atroces personajes de La clase muerta, de Kantor, o de la cena criminal de Mira’m, de la española Marta Carrasco; o los espectros corporales de May B, de Maguy Marin; todos, cadáveres en pie, ¿cómo nosotros?

La risa más sincera, dice el cuerpo doliente y lúcido, sólo puede ser un llanto mimetizado en carcajada: la farsa. El ensamble coreográfico Quiatora Monorriel y el colectivo U,X. Onodanza, de México, cosechan elementos de las estéticas comic, retro, pop, techno, camp, bondage, y muchas otras tendencias expresivas de las tribus urbanas para armar una danza que derriba etiquetas y, al tiempo que expande las fronteras del concepto bailar, busca ligas auténticas y perdurables con disciplinas artísticas concomitantes.

II. ¿Hay vida después del deseo, fuera de él, sin él? Los personajes de Beckett o de Kantor sostienen respuestas al respecto, por eso son terribles. En dimensión cotidiana, ni siquiera nos atrevemos a imaginar la pregunta: si intentamos hacerlo, comenzaremos a desear, de inmediato, con urgencia y compulsión.

Fue la coreógrafa alemana Pina Bausch, recientemente fallecida, quien estudió con mayor fortuna artística la naturaleza omnipresente del deseo. Fincó su proyecto, madurado durante décadas por su compañía, Tanztheater Wuppertal, en la calidad de experiencia de vida de sus intérpretes, y por medio de la inclusión de diálogos y cuadros extraídos de su bitácora personal en la trama coreográfica, el resaltar las características étnicas de un grupo formado por ejecutantes de diversos países, y la reconfiguración de líricas de corte popular (del bolero al cabaret), fundó una corriente neoexpresionista conocida mundialmente como teatro de danza, que dominó, como influencia principal, la mayor parte del mapa escénico en los años ochenta y primer lustro de los noventa. La moneda común en cada puesta coreográfica de la autora de Vollmond es el cuerpo vehemente: las presencias sostienen la dirección de su premura sentimental, erótica o nostálgica en situaciones que aparentan ser hechos del diario, pero que en el fondo son estados límite de la pulsión protagonista.

La gente que se quejó de no entender nada frente al escaparate posmoderno de la coreografía, pletórico de atentados contra la significación, la coherencia dramática de estirpe aristotélica y un afán decidido por el anti-movimiento, encontró su colmo en los herederos de la Bausch, quienes llevaron al extremo el naturalismo de la dinámicas urbanas. La catalana Sonia Gómez, por ejemplo, ingresa al escenario con su anciana madre — ambas ataviadas con vestuarios que se pueden conseguir en cualquier supermercado — y durante hora y media las dos se dedican a ventilar su intimidad, sus pareceres al respecto del sexo masculino y ofrecen galletas hechas en casa al público asistente. ¿Dónde queda la danza?

A la respuesta que correspondería a esta última cuestión anteceden múltiples preguntas nuevas: ¿qué danza?, ¿qué teatro?, ¿qué cuerpo?, ¿dónde termina lo coreográfico y comienza lo teatral y viceversa?, ¿sigue siendo válido el término contemporáneo para endosar las poéticas al uso?, ¿qué experiencia artística se ofrece al hombre de la calle, en sociedades que no le brindan ni tiempo ni dinero suficiente para ejercer, en la apropiación de sus más altos productos culturales y en el análisis de lo que constituye la existencia, el ocio que engrandece a la persona?

Pero no todo en esta problemática huele a vaguedad. Hay una certeza consistente: la multiplicación de conflictos dentro del trabajo artístico sobre y desde el cuerpo es directamente proporcional a la suma de imágenes del cuerpo que detona, que revela, que indica o que mitifica cada poética que logra legitimarse como tal. Ante el arte, el cuerpo deja de ser un molde unívoco (aspiración centrada en cánones publicitarios y morales), para ser lo que es: un problema existencial que cada uno de nosotros debe responder con la construcción voluntaria de sí. No se tiene un cuerpo para vivir, se vive el cuerpo que cada quien decide ser y hacer.

Por tal motivo, el cuerpo del deporte tiene escasos recursos como vía de desarrollo corporal. Y no está por demás señalarlo, ya que toda construcción deportiva se encuentra ordenada por la noción del cuerpo tautológico; esto es, el cuerpo que persigue repetir una configuración precisa en aras de un fin exacto, que para el caso consiste en desplegar magnitudes de rendimiento físico aptas para cumplir con determinadas marcas históricas. Si algún organismo trasciende dichas configuraciones, entonces se convierte en un nuevo paradigma a seguir. El arte, por el contrario, genera problemas, cuestionamientos en el cuerpo, que abren un campo de pluralidad donde algunas opciones (imágenes, metáforas) pueden convertirse — con la adopción íntima de las mismas y los trabajos de un cuidado personal — en guía de libertad.

III. El cuerpo individual o individualidad corporal nace con la revolución industrial, cuando la especialización de las labores y la producción en serie merman la cohesión gremial en torno a los circuitos artesanales y de trueque, e impera un progresivo encumbramiento de los sectores administrativo y comercial. El feudo se reduce a la aldea y esta a la choza y en un parpadeo de algunas décadas la modernidad cubre todo de promesas de bienestar individual que habrán de arribar, como maná, al interior de habitaciones de cuarenta y cinco metros cuadrados. Hoy, cuando los grandes colectivos portan membretes del todo apocalípticos, como sociedad posindustrial (incluso, poshumana), y la bonanza de cualquier índole es ya la auténtica utopía (el lugar que no existe), la máquina aparece frente al cuerpo ya no como un generador de competencia, sino como un oráculo con el cual dialogar.

Allende el peso de la tecnología corporal en el campo de la doxa (de la cirugía plástica a la veloz frecuencia de aparición de los sistemas robóticos, pasando, por supuesto, por el uso masivo de Internet), la máquina es a la escena, paradójicamente, una puerta de comunicación con su pasado primigenio. Implantes, sensores, estructuras lumínicas preprogramadas, foros que transforman sus posibilidades de configuración espacial con similar ductilidad con la que se mezclan los colores en el cubo de Rubik, suelen ser utilizados para fines rituales, en los que la corporeidad anhela la era en que no hubo rompimiento entre significante y significado. En Mortal Engine, del conjunto australiano Chunky Move, una gama de refinados dispositivos electrónicos de avanzada en escenotecnia queda puesta al servicio de metáforas que indagan la noción del inconsciente, que quizá es el invento más poderoso que tenemos para aventurarnos a explicar lo indecible del (en el) cuerpo.

IV. El concepto belleza persiste en la producción creativa, pese al predominio en escena de sus antípodas y para beneficio de públicos que buscan en el arte una improbable forma de entretenimiento afirmativo.

Aunque confinada en sectores del stablishment artístico, como el ballet, el canon de la bella figura determina el capital estético de coreógrafos notables, como el checo Jiří Kylián o el canadiense Edouard Lock, quien, en Amjad, traza un amplio discurso de acciones sobre la dilapidación energética que implica la hermosura. México es aún uno de los pocos territorios en los que la categoría de lo bello funciona para legitimar un proyecto artístico. Algunas compañías que tienen varios lustros de edad, como Contempodanza, han apostado su razón de ser a una configuración de corporeidad bien hecha, en la que incluso el dramatismo ostenta el fragor de un cálido lirismo (cual acento, la rima). Delfos, Danza Contemporánea, conjunto nacido en el DF y desde hace más de un lustro avecindado en Mazatlán, es otro de los abanderados exitosos del perfil apolíneo en la composición. Su vigor y núcleo de aportaciones considerables es, en este caso, su decidida vocación como semillero de bailarines por medio de la escuela profesional que el mismo colectivo dirige en dicho estado.

Con horizontes estéticos más amplios, hay quienes hacen brava a la belleza colocándola sobre los rieles dramáticos de la noción placer. La cachondería, el gusto, la excitación nutren las propiedades coreográficas de A punto de ebullición, de la coreógrafa argentina Mabel Dai Chee Chang; una pieza que con logro artístico desata significaciones a partir de usos inverosímiles de piernas, vaginas y caderas: heroínas de un banquete visual en el que el sexo es entronizado como alimento básico del alma. De una manera enigmática, la italiana Maria Donata D’Urso investiga el deleite corporal. Su lance, en Collection Particulière, consiste en proyectar la paradoja del cuerpo que se esconde a medida que se muestra. El trabajo casi artesanal en los detalles de montaje y una soberbia interpretación de esta imponente intérprete, hacen que un artificio en extremo sutil se convierta en un detonador del Eros más candente.

V. Ella baila sola, el también. Independientemente de que pueda constituir un reflejo de la atomización social, el predominio del solo como género (el acto de sostener un espectáculo por la vía individual) es, obvio, consecuencia de lo arduo que resulta la manutención de un proyecto gregario, pero principalmente se trata de la oportunidad de validar el total de la experiencia coreográfica (los montajes del coreocompositor y el bailarín, agregados a la cercanía de los testigos) en un encuentro repleto de configuraciones expresivas. En este ámbito, por ejemplo, la argentina Yamila Uzorskis logra con elementos al alcance — su cuerpo, una sábana grande de papel revolución (papel madera) — la síntesis del arte como juego: la reunión de voluntades que deciden suspender por un momento su incredulidad, para aceptar que la capacidad de asombro aún puede convertirse en una clave que, imantada por el arte, nos ayude a dotar de sentido a la construcción de un cuerpo propio.



Versión de un artículo escrito para la revista mexicana Tierra Adentro.


Foto: Los acróbatas Jarley Smith (cima), Jewell Waddek (izquierda) y Jimmy Kerrigan (derecha), realizan una riesgosa evolución en uno de los bordes del edificio Empire State, en Manhattan, E.U.A (Beettmann/Corbis, 1934).

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