domingo, 22 de agosto de 2010

Cruce de culturas


En el momento de abordar el tema del cruzamiento entre culturas, es decir, de las formas que adoptan el encuentro, la interacción y la combinación de dos sociedades concretas, una duda me embarga: ¿en qué plano se situará mi discurso? Como sociólogo, estudiaría los efectos de cohabitación de múltiples grupos culturales en un mismo suelo o bien las formas de aculturación que sufre una población de emigrantes. Como literato, establecería la influencia de Sterne en Diderot o los efectos del ambiente bilingüe en la escritura de Kafka. Como historiador, constataría las consecuencias de la invasión turca sobre la Europa sudoriental en el siglo XIII, o bien las de los grandes descubrimientos geográficos sobre la Europa occidental en el XVI. Por último, como epistemólogo, me preguntaría por la especificidad del conocimiento etnológico o por la posibilidad general de comprender a quien es distinto a mí.

Esta actitud, pues, está bien documentada y resulta perfectamente defendible. Sólo que uno tiene la sensación de que resulta incompleta. Porque en estas investigaciones no se habla de sustancias físicas ni químicas, sino de seres humanos; y el racismo, el antisemitismo, los trabajadores emigrantes, los umbrales de la tolerancia, el fanatismo religioso, la guerra y el etnocidio son nociones cargadas de un gran peso afectivo, respecto a las cuales es inútil aparentar indiferencia. Tal vez hayan existido en la historia momentos en que fuera posible hablar con distancia e imparcialidad (aunque yo no los conozco); lo cierto es que, en la Francia actual, quedaría un poco irrisorio el intento de mantener un tono puramente académico mientras numerosos individuos padecen cotidianamente, en cuerpo y alma, a causa del “cruzamiento”.

Pero aquí surge una dificultad adicional, propia del campo de las relaciones interculturales: todo el mundo parece estar de acuerdo en este momento sobre cuál es su estado ideal. La cuestión es digna de asombro. Mientras que los comportamientos racista pululan, nadie se declara de ideología racista. Todo el mundo está a favor de la paz, de la coexistencia mediante la mutua comprensión , de los intercambios equilibrados y justos, del diálogo eficaz; y sin embargo seguimos viviendo en la incomprensión y la guerra.
JUICIOS SOBRE LOS OTROS

Solamente se es extranjero a los ojos de los autóctonos, no se trata de ninguna cualidad intrínseca; decir de alguien que es extranjero, sin duda es decir muy poco. Hay un paralogismo que la xenofilia comparte con la xenofobia, e incluso con el racismo y que consiste en postular la solidaridad entre las distintas propiedades de una misma persona: incluso si tal individuo es a la vez francés e inteligente, tal otro a la vez argelino e inculto, esto no permite deducir los rasgos morales de los rasgos físicos y aún menos extender semejante deducción al conjunto de la población.

La xenofilia presenta dos variantes, según que el extranjero en cuestión pertenezca a una cultura globalmente percibida como superior o como inferior a la propia. Los búlgaros que admiran “Europa” ejemplifican la primera; la segunda es habitual en la tradición francesa (y en las demás tradiciones occidentales): la del buen salvaje, es decir, la de las culturas extranjeras que se admiran precesiamente en razón de su primitivismo, de su retraso, de su inferioridad tecnológica. Esta última actitud sigue viva en nuestros días y es posible identificarla con claridad en el discurso ecologista o tercermundista.

Lo que hace que estos comportamientos xenófilos no sean antipáticos, pero sí poco convincentes, es lo que tienen en común con la xenofobia: la relatividad de valores en que se basan; es como si yo afirmara que la visión de perfil es intrínsecamente superior a la visión frontal. Otro tanto podría decir del principio de la tolerancia, al que de tan buena gana apelamos en la actualidad. Gusta oponer la tolerancia al fanatismo y juzgarla superior. La tolerancia sólo es una cualidad si los objetos sobre los que se ejerce son de verdad inofensivos: ¿por qué condenar a los demás, como no obstante se ha hecho en innumerables ocasiones, por el hecho de ser distintos de nosotros en sus constumbres alimentarias, indumentarias o higiénicas? Por el contrario, la tolerancia carece de sentido cuando los “objetos” en cuestión son las cámaras de gas o bien, por poner un ejemplo más lejano, los sacrificos humanos de los aztecas: la única actitud aceptable respecto a estas prácticas es la condena (aunque tal condena no nos diga si se debe intervenir para hacerla cesar ni cual debe ser la intervención). Ocurre lo mismo, por último, con la caridad cristiana y la piedad hacia los débiles y los vencidos: así como sería abusivo afirmar que alguien tiene razón por el hecho de ser más fuerte, también sería injusto afirmar que los débiles siempre tienen razón debido a su misma debilidad.

Personalmente creo que la piedad y la caridad, la tolerancia y la xenofilia no deben descartarse radicalmente, pero no forman parte de los principios en que se funda el discernimiento. Si yo condeno las cámaras de gas o los sacrificios humanos, no lo hago en función de tales sentimientos, sino en nombre de principios absolutos que proclaman, por ejemplo, la igualdad jurídica de todos los seres humanos o bien el carácter inviolable de las personas. Pero otros casos no son tan evidentes: los principios son abstractos y su aplicación plantea problemas. Permitir que el comportamiento cotidiano sólo se guíe por principios abstractos conduce muy pronto a los excesos del puritanismo, en que se veneran las abstracciones antes que los seres. La piedad y la tolerancia tienen su lugar pero forman parte de las intervenciones prácticas, de las reacciones inmediatas, de los gestos concretos, y no de los principios de la justicia o de los criteros sobre los que basar los juicios.

Pero ¿no es en sí mismo reprensible juzgar las culturas ajenas? Ese parecer ser, por lo menos, el consenso de nuestros contemporáneos ilustrados (en cuanto a los otros, evitan manifestarse en público).

Yo creo que detrás del temor a jerarquizar y juzgar está el espectro del racismo. Desde luego Buffon y Gabineau se equivocaban al concebir las civilizaciones en forma de una núnica pirámide cuya cúspide estaría ocupada por los rubios germanos o por los franceses, y la base, o mejor dicho el fondo o el culo del recipiente, por los pieles rojas y los negros. Pero su error no consiste en haber afirmado que las civilizaciones son distintas y no obstante comparables, porque de lo contrario se cae en negar la unidad del género humano, lo que conlleva “riesgos y peligros” en absoluto menos graves; el error consiste en haber postulado la solidaridad de lo físico y lo moral, del color de la piel y de las formas adoptadas por la vida cultural. Pero incluso si suponemos que se ha establecido esta correlación entre lo físico y lo moral (lo cual no es el caso en la actualidad), y que ha puesto de manifiesto una jerarquía en el plano de las cualidades físicas, de ahí no se deduce que se deban abrazar posiciones racistas. Sentimos temor ante la idea de que puedan descubrirse desigualdades entre las distintas partes de la humanidad, como entre los géneros. Pero no hay por qué temer lo que sigue siendo un puro problema empírico, pues, cualquiera que sea la respuesta, no bastaría para dar pie a una ley desigualatoria. El derecho no se basa nunca en los hechos, la ciencia no puede crear los objetivos de la humanidad. El racista que sí fundamenta la desigualdad jurídica en una supesta desigualdad de hecho; lo escandaloso en la transición, mientras que la observación de las desigualdades no es de por sí en absoluto reprensible.

No hay ninguna razón para renunciar a la universalidad del género humano; no es posible decir que tal cultura, tomada como un todo, es superior o inferior a tal otra, pero sí que tal rasgo de una cultura, sea de la nuestra o de otra ajena, tal comportamiento cultural es condenable o loable. Al tener demasiado en cuenta el contexto -histórico o social- se excusa todo; pero la tortura, para poner un ejemplo, o la escisión, por poner otro, no son justificables por el hecho de que se practiquen en el marco de tal o cual cultura concreta.
INTERACCIÓN CON LOS OTROS

Desde que existen, las sociedades humanas mantiene entre sí relaciones mutuas. Así como es imposible imaginarse a los hombres viviendo en un principio aislados para sólo después constituir la sociedad, tampoco se puede concebir una cultura sin ninguna relación con las demás culturas: la identidad nace de la (toma de conciencia de la) diferencia; además, una cultura no evoluciona si no es a través de los contactos: lo intercultural es constitutivo de lo cultural. E igual que el individuo puede ser filántropo o misántropo, las sociedades pueden valorar sus contactos con as otras sociedades o bien, por el contrario, su aislamiento (pero jamás llegar a practicarlo de un modo absoluto). Volvemos a encontrar aquí los fenómenos de xenofilia y xenofobia, junto con, en el primer caso, manifestaciones como la pasión por lo exótico, el deseo de evasión o el cosmopolitismo, y en el segundo, las doctrinas de la “pureza de la sangre”, el elogio del enrizamiento y los cultos patrióticos.

¿Cómo juzgar los contactos entre culturas (o su ausencia)? Podría decirse que ambas cosas son necesarias: los habitantes de un país disfrutan de un mejor conocimiento de su propio pasado, de sus valores y de sus costumbres, en la misma medida en que están abiertos a otras culturas. Pero esta simetría es evidentemente engañosa. En primer lugar, la imagen de unidad y de homogeneidad que toda cultura gusta de tener de sí misma procede de una propensión del espíritu, no de la observación: sólo puede ser una decisión a priori. Interiormente, toda cultura se constituye mediante un constante trabajo de traducción (¿o deberíamos decir de trascodificación?); por una parte, porque sus miembros se distribuyen en subgrupos (de edad, de sexo, de orígenes, de pertenencia socio-profesional); por otra, porque las mismas vías por las que se comunican esos subgrupos no son isomorfas: la imagen no es convertible sin restos lingüísticos, como tampoco es posible la operación inversa. Esta “traducción" incesante es en realidad lo que asegura el dinamismo interno de la sociedad.

Por añadidura, si bien la atracción por lo extranjero y su rechazo son dos actitudes bien documentadas, parece ser que las de rechazo son mucho más numerosas. Aún cuando se crea que ambas actitudes son necesarias, sólo la segunda merece un esfuerzo consciente e implica un deber ser distinto del mero ser. Siguiendo a Northrop Frye, se puede denominar transvaloración a esa vuelta sobre sí mismo de la mirada previamente informada por el contacto con otro, y decir que constituye en sí misma un valor, mientras que lo contrario no lo es. Contra la metáfora tendenciosa del enraizamiento y el desarraigo, habría que decir que el hombre no es una planta y que eso mismo constituye su privilegio; y que así como el progreso del individuo (del niño) consiste en pasar del estado en que el mundo sólo existe en y para el sujeto a otro estado en que el sujeto existe en el mundo, el progreso “cultural” consiste en el ejercicio de la transvaloración.

El contacto entre las culturas puede fracasar de dos maneras distintas: en el caso de máxima ignorancia, pero sin influencia recíproca y en el de la destrucción total: la guerra de exterminio - en el que hay bastante contacto, pero un contacto que concluye en la desaparición de una de las dos culturas: es el caso de las poblaciones indígenas de América, con algunas excepciones. El contacto presenta innumerables variedades, que se podrían clasificar de miles de maneras. Digamos desde el principio que aquí la reciprocidad es más bien la excepción de la regla.

Desde otro punto de vista, se puede distinguir entre interacciones con mucho y con poco efecto. Recuerdo el sentimiento de frustración que me embargaba al concluir una animada conversación con amigos marroquíes o tunecinos que padecían la influencia francesa; o con los colegas mexicanos que se quejaban de la de Estados Unidos. Parece ser que estuvieran abocados a una elección estéril: o bien adopción ciega de los valores, los temas, e incluso la lengua de la metrópolis, o bien el aislamiento, el rechazo de la aportación “europea”, la valorización de los orígenes y las tradiciones, lo que a menudo revierten en la repulso del presente y el rechazo, entre otras cosas, del ideal democrático. Cualquiera de los dos términos me parece tan poco deseable como el otro; pero ¿cómo es posible eludir la elección?

He encontrado esta respuesta en un campo particular, el de la literatura, en la obra de uno de los primeros teóricos de la interacción cultural: en Goethe, el inventor del concepto de literatura universal, Weltliteratur. Cabría suponer que la literatura universal no es más que el mínimo común denominador de las literaturas del mundo. Las naciones de Europa occidental, por ejemplo, han terminado por reconocer un fondo cultural común -los griegos y los romanos- y todos han admitido dentro de su propia tradición algunas obras procedentes de sus vecinos: un francés no ignora los nombres de Dante, Shakespeare y Cervantes, y, en la era actual, es posible imaginar que algunas obras maestras chinas y japonesas, árabes e indias, se agregarán a esta breve lista.

Pero no es exactamente esta la idea que se hacía Goethe de la literatura universal. Lo que le interesaba eran precisamente las transformaciones que sufre cada literatura nacional en la época de los cambios universales. Y señala una doble vía a seguir. Por un lado no es necesario renunciar por completo a la propia particularidad, sino todo lo contrario: ahondarla, por así decir, hasta descubrir en ella lo universal. “En cada particularidad, tanto si es histórica o mitológica como si procede de una fábula o ha sido inentada de manera más o menos arbitraria, se verá cada vez más brillar y transparentarse lo universal a la través del carácter nacional e individual”. Por otra parte, de cara a la cultura extranjera, no hay que someterse, sino ve otra expresión de lo universal y, por lo tanto, buscar el modo de incorporarla: “Hay que aprender a conocer las particularidades de cada nación, con el fin de aceptarlas, que es precisamente lo que permite entrar en intercambio con ella: pues las particularidades de una nación son como su lengua y su moneda.”

El reconocimiento de lo ajeno sirve para el enriquecimiento propio: en este campo dar es recibir. No se encontrará en Goethe ningún rastro de purismo, ni lingüístico ni de ninguna otra clase: “El vigor de una lengua no se manifiesta en el hecho de que rechace lo que le es extraño, sino en que lo incorpore”; asimismo, practica lo que él llama, un poco irónicamente, el “purismo positivo”, es decir, la absorción de los términos extranjeros de que carece la lengua propia. Más que el mínimo común denominador, lo que Goethe busca en la literatura universal es el máximo común múltiplo.

¿Sería posible concebir una política cultural inspirada en los principios de Goethe? El estado moderno y democrático, el Estado francés por ejemplo, no se priva de empeñar su responsabilidad y sus fondos en una política cultural internacional. Si los resultados suelen ser decepcionantes, hay una razón que desborda ese terreno particular. Se podría decir que el objetivo de la política intercultural debería consistir, sobre todo, en la importación más bien que en la exportación. Los miembros de una sociedad no pueden practicar espontáneamente la transvaloración si ignoran la existencia de cuantos valores no les son propios; el Estado, que es una emanación de la sociedad, debe ayudar a hacerlo accesible: la elección sólo es posible a partir del momento en se está informado de su existencia. Si en el siglo XIX la cultura francesa jugó un papel predominante, no fue porque se subvencionara su exportación, fue porque era una cultura viva que, entre otras cosas, acogía con avidez cuanto se hacía en el exterior. Al llegar a Francia en 1963, procedente de mi pequeño país afectado de xenofilia, me sorprendió descubrir que en un terreno particular, el de la teoría literaria, no sólo se ignoraba lo que había escrito en búlgaro y ruso, lenguas exóticas, sino también en alemán e incluso en inglés; asimismo, mi primer trabajo en este país consistió en una traducción del ruso al francés... Esta falta de curiosidad por los otros es un signo de debilidad, no de fuerza: se conocen mejor en Estados Unidos las reflexiones francesas sobre la literatura que a los críticos norteamericanos en Francia; sin embargo, los angloamericanos no parecen sentir la necesidad de subvencionar la exportación de su cultura. Hay que ayudar a las traducciones al francés antes que a las del inglés: la batalla de la francofonía se desarrolla ante todo en la propia Francia.
La constante interacción entre las culturas desemboca en la formación de culturas híbridas, mestizas y criollas, en todos los grados: desde los escritores bilingües, pasando por las metrópolis cosmopolitas, hasta los Estados pluriculturales. Hace falta que haya integración para poder hablar de una cultura (compleja) y no de la existencia de dos tradiciones autónomas, pero la cultura integrante (y por lo tanto dominante), sin dejar de mantener su identidad, debería enriquecerse por las aportaciones de la cultura integrada y descubrir una vía de expansión en lugar de anodinas evidencias.
La transvaloración es en sí misma un valor. ¿Equivale a cedir que todos los contactos e interacciones con los representantes de otra cultura son hechos positivos? Eso sería recaer en las aporías de la xenofilia: lo ajeno no es bueno por el simple hecho de ser ajeno; determinados contactos tienen efectos positivos, pero no así otros. La mejor consecuencia del cruzamiento entre culturas suele consistir en la mirada crítica que uno vuelve hacia sí mismo, lo cual no implica en absoluto la glorificación de lo ajeno.

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