sábado, 27 de febrero de 2010

El invento de la cocina nacional



Ciertos historiadores prefieren decir que una nación es más bien imaginación o creación, y con ello, sea lo que sea, su comida. En rigor de verdad, salvo dos o tres excepciones, no existen platos autóctonos; todos son herencia. Entonces, ¿por qué chorizo en pan y no hamburguesa en pan? Ana María Shua relata, por su parte, una excursión al mundo del choripán.
Por: Marcelo Pisarro

PASIONES ARGENTINAS. El superpancho.
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Cada dos por tres alguna voz más o menos autorizada se pregunta si existe la "cocina criolla", que es una forma pintoresca y folclórica de llamar a la "cocina nacional" o a la "cocina argentina". La respuesta es que sí, existe, aunque hay que ser precavido con las pruebas ontológicas. Conformarse con la existencia del concepto para demostrar la realidad del hecho empírico significaría que, al cruzar la calle, acaso uno pueda ser atropellado por un minotauro.

Hay que recordar que una nación es un invento, aunque este término suene brusco, tal como el historiador Benedict Anderson le hizo notar a su colega Ernst Gellner. Es mejor usar palabras como "imaginación" y "creación", sostuvo Anderson, aunque ambos coincidieron en que hoy resulta imposible figurarse a una persona sin nación. "Un hombre debe tener una nacionalidad como tiene una nariz y dos orejas", escribió Gellner. "En el mundo moderno, todos tienen y deben 'tener' una nacionalidad, así como tienen un sexo", acordó Anderson. La mejor definición de nación (esto es, una forma de organización de las relaciones sociales cuya cristalización puede rastrearse hacia fines del siglo XVIII, y cuya emergencia guarda relación con la Revolución Industrial y la Revolución Francesa) está en La chica que amaba a Tom Gordon, la novela de Stephen King. Allí, Trisha, la niña de nueve años que se perderá en un bosque, le pregunta a su padre si cree en Dios. El hombre le responde que cree en el Subaudible. "¿El sub qué?" "¿Te acuerdas cuando vivíamos en Fore Street?", quiere saber el padre. "Aquella casa tenía calefacción eléctrica. ¿Te acuerdas de que los radiadores zumbaban, incluso cuando no funcionaba la calefacción?". La niña niega. No, no lo recordaba. "Porque te acostumbraste. Pero créeme, Trish, el sonido siempre estaba presente. Hay ruidos hasta en las casas que no tienen radiadores. La nevera se dispara y apaga. Las cañerías chasquean. Las tablas del suelo crujen. Pasa tráfico por delante. Todo el rato oímos cosas, pero casi nunca las escuchamos. Se convierten en...". En el Subaudible, claro. La nación es como el Subaudible: está allí, siempre, siempre, aunque las marcas de construcción no salten a la vista, aunque uno se acostumbre a las cañerías que chasquean y los suelos que crujen. Y está tan bien hecha, que no se percibe el contraste entre su novedad objetiva y su ancianidad subjetiva, entre aquello que es contingencia y acaba convertido en destino.

Ahora mismo, en alguna parte del mundo, algún argentino está sollozando porque extraña el dulce de leche. Más que preguntarse si existe la comida nacional, hay que interrogarse acerca de cómo se logran o lograron los consensos que permiten identificarla. ¿O acaso no hay un acuerdo respecto a que algunos platillos son "más nacionales" que otros? ¿Que el mate es "más argentino" que la Pepsi Cola? ¿O que el churrasco es "más argentino" que el Whopper? Es la naturaleza de ese consenso lo que debe examinarse. En caso contrario, cuidado con los minotauros al cruzar la calle.

Elogio de la sincronía

Las prácticas que llamamos "nacionales" sólo resultan eficaces si se transforman en vivencia diaria. Eso significa la naturalización de determinadas experiencias cotidianas, mediante modos de comportamiento "propios" sostenidos en un pasado selectivo, una concepción de la temporalidad homogénea y sincrónica (la idea de "mientras tanto" es contemporánea e indisoluble de la idea de nación). El proceso de conversión de la "cultura nacional" (en tanto ideología de Estado) en "identidad nacional" (en tanto práctica mundana) implica una suma de esfuerzos que abarcan cada aspecto de la vida cotidiana; eso incluye lo que se come y se deja de comer. Cuando en los albores de la nación, y de la gastronomía, allá por 1825, J. A. Brillat-Savarin escribía que "de la manera en que las naciones se alimentan depende su destino", no estaba sacando una conclusión: lanzaba una profecía.

"Ocurre que ignoramos los usos de la comida, y nuestra ignorancia resulta altamente peligrosa", escribió la antropóloga Mary Douglas en la década de 1970. "Nos conviene más adoptar el punto de vista del veterinario, que considera la comida como mero alimento animal, o pensar en ella como una necesidad fisiológica, que reconocer su tremenda fuerza simbólica".

Se empieza así: evadiendo el revisionismo y los inventarios. Uno de los rudimentos iniciales que aprende un arqueólogo es la importancia de la cronología. La máxima sería: primero ponga fechas estimativas –a veces variables en millones de años– y luego descubra el sentido de los restos arqueológicos esparcidos en los yacimientos. No es el mejor método tratándose de cocina autóctona. La pregunta tramposa sería: ¿cuándo debe comenzar a medirse esta "autoctonía"? ¿Desde la época del virrey Pedro de Cevallos? ¿Desde el apogeo de las costumbres puelches o diaguitas? ¿O desde que se asentaron los descendientes de los hombres que cruzaron el Estrecho de Bering, hace veinte o treinta mil años?

Uno de los indicios más antiguos de existencia de presencia humana en estos parajes fue encontrado en las orillas del Canal de Beagle. El sitio arqueológico fue bautizado Túnel 1, y allí, hace unos siete mil años, unas personas encendieron fuego, comieron parte de un lobo marino, tallaron algunos instrumentos y se marcharon con rumbo desconocido. ¿Podría hablarse entonces de "cocina autóctona" y mencionar lobos marinos, guanacos y mejillones como los ingredientes principales? ¿Podría hablarse de platos propios a base de animales extintos, como el Mylodón o el Hyppidión? "Más antiguo" no significa "más autóctono", y la "cocina criolla" ostenta orígenes mucho más próximos... y selectivos. La tradición no es un segmento histórico inerte, como explicó el sociólogo Raymond Williams con el fantasma de Antonio Gramsci zumbando en los alrededores, pues la tradición es siempre una tradición determinada: "Una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social". Otro problema surge al intentar una suerte de "etimología de los platos" para desnudar así que la cocina argentina es "heredada". Más anécdotas y menos certidumbre: la milanesa viene de Italia, aunque antes pasó por Francia y España; el puchero desciende de la olla podrida peruana; el dulce de leche ha existido en diversas latitudes bajo diferentes denominaciones (por ejemplo, "manjar blanco"); la carbonada tiene origen chileno, o quizás belga o español; la costumbre de rellenar carnes, como en el caso del matambre, es una práctica de larga data; con diferentes formas y nombres, las empanadas se cocinan desde hace siglos en todo el mundo. Gran parte de los platos considerados "patrios" se conocían en el Medioevo europeo; es el caso del cochinillo relleno de naranjas, huevos hilados, aceitunas aliñadas, almendrado de las monjas o cebollas en escabeche.

Pero si los orígenes de la gastronomía de cualquier nación son simbólicos antes que históricos (en el sentido de Mary Douglas), no tiene sentido buscar una suerte de piedra fundacional culinaria empírica o material: oh, caray, encontramos los restos fosilizados del primer asado criollo. Lo que importa es el aspecto sincrónico, no diacrónico: el suceso en tanto sistema que ocurre aquí y ahora. La pizza y las pastas constituyen un bastón de apoyo de la gastronomía italiana; sin embargo, provienen del Oriente. Mecanismos de apropiación e identificación: algunos significados y prácticas son acentuados, otros son atenuados o rechazados. Por más restos de documentos o artefactos –y sus respectivos trayectos– que se revisen, allí no habrá ninguna solución al misterio. De hecho, así planteado, ni siquiera hay misterio.

Cuenta la leyenda que Gramajo, quizás un playboy argentino de la década de 1930 o quizás un coronel de las tropas de Julio Argentino Roca, "inventó" el revuelto que lleva su nombre en un momento de hambre, escasez y picardía, quizás en un hotel parisino mientras se preparaba para salir de juerga o quizás en una tienda de campaña mientras se preparaba para la embestida al próximo asentamiento indio. La historia es interesante porque –como aseguró el periodista Derek Foster en su libro El gaucho gourmet– el revuelto Gramajo es uno de los dos únicos candidatos a "genuinas creaciones propias" (el otro candidato es el panqueque de manzana). Todo lo demás es heredado.

Calificar de "heredada" a una cocina posee un mérito: presenta a la cultura como proceso, un juego de interacciones, préstamos y negociaciones. Suele repetirse que la cocina argentina tiene trazos de su par española, italiana y francesa, y también sudamericana, en especial peruana; que en el noroeste del país se conservó mejor la tradición española; en el nordeste se siente la influencia brasileña; en el sur, las presencias chilena, alemana y galesa; en la zona central prevalece la "comida criolla" propiamente dicha: mucha carne, pocas verduras.

Ahora bien, ¿esto es así empíricamente? Bueno, no. Basta con observar qué se come y se descubrirá la molesta costumbre de los comensales de querer escaparse de las categorías alimenticias en las cuales pretende confinárselos. Cuando se habla de herencia, es necesario prestar atención, más bien, al elemento ponderado o rechazado en la construcción de la identidad gastronómica nacional. Por ejemplo, ningún plato prehispánico sobrevivió hasta la actualidad. En ningún país sudamericano (con excepción de Uruguay) la idea de que "lo regional" resultaba execrable tuvo tanto éxito. Hacia mediados del siglo XIX, los estratos influyentes de la sociedad local se volcaron hacia la cocina inglesa y, en especial, la francesa.

La cocina criolla, pampeana, conservaba aún muchos elementos de la tradición española de los siglos XV y XVI. Más que variar los platillos según las clases sociales, variaba la calidad de los ingredientes: pan de trigo contra pan de centeno; carne de vaca, ternero y pollo contra tocino; vino contra agua. Las oleadas inmigratorias alentadas por el célebre eslogan de 1852 de Juan Bautista Alberdi ("Gobernar es poblar") aumentaron no sólo los platillos que se servían, sino también los que explícitamente no se servían como signo de diferenciación. El caso del ajo es ejemplar.

En el momento de hablar de herencias, o de ajos (ingrediente pobretón si los hay), suele emerger el conventillo como cronotopo de mixtura cultural porteña (argentina, la metonimia funciona). Que en 1880 Buenos Aires contara con 1770 conventillos, y que siete años después, en 1887, su número ascendiera a 2835 es sólo una anécdota de libro de texto. El cronotopo "conventillo" se vale de otros indicadores para fundar su eficacia enunciativa: la convivencia forzada de italianos, españoles, rusos, polacos, ucranianos, turcos, sirio-libaneses, alemanes, judíos; el patio como espacio de conflicto y fusión, de sainete y tango; los servicios comunes (baños, lavadero, cocina); la emergente jerga en tono de cocoliche y lunfardo; la ebullición política: disidentes, anarquistas, masones, socialistas, republicanos, sindicalistas. Establecido el escenario, nada cuesta repartir bolos entre los actores: nada cuesta ponerlos a cocinar en el cronotopo y ver qué sale con semejantes ingredientes.

En principio, rechazo. Los criollos pobres rechazaban la comida extranjera simplemente por foránea; los criollos de mejor posición la rechazaban por su aura de pobreza ("comer italiano" era sinónimo de "comer pobre"). Luego, negociación y sincretización. Se ha definido a la cocina porteña como una versión de la cocina italiana más algunos platos españoles y otros franceses, cocinada y servida al estilo español. Se acepta que algunos platos-de-todos-los-días adquirieron su contorno contemporáneo en las interacciones del conventillo. Por nombrar: ravioles, pascualina, albóndigas, estofado, chupín, pan dulce, pastafrola, fugasa, pesto, fainá, salsa de tomate con cebolla, tomates rellenos (de Italia o de los genoveses de mediados del siglo XIX); empanadas, carbonada, chorizos, dulces, guisos de todo tipo (de España); omelettes, mousse de chocolate, lomo a la pimienta con papas a la crema (de Francia). Son platos que podrían agregarse en un menú nacional, que señalan el uso selectivo de la tradición. Basta pensar en el derrotero que han seguido preparaciones como la chalona, la chicha, la chancaca, la tunta, el chuño, la sajta, el charquisillo, el folto nguillú, el kuletún nguillú y tantos otros platillos ignorados u olvidados, o por qué la rica tradición negra de Buenos Aires ni siquiera se menciona y, de hacerlo, no se señala su origen negro, como el mondongo.

Auspicia a la cocina criolla...

Las instituciones encargadas de la socialización juegan un papel central en la regulación de los estómagos. Piénsese, por ejemplo, en los actos escolares, donde las negras mazamorreras pintadas con corchos quemados venden empanaditas calientes que queman los dientes; deesta forma se establece un mito de origen en la época revolucionaria y se borra de un plumazo toda la historia prehispánica. O piénsese en la euforia de los grandes eventos deportivos (los mundiales de fútbol), cuando las principales marcas del rubro alimenticio (McDonald's, Coca Cola, Cerveza Quilmes) se anuncian como auspiciantes oficiales y establecen lacrimógenas relaciones entre sabores, pasiones y banderas: la "argentinidad futbolera" como identidad colectiva e individual. Preparar un asado, beber una Quilmes, alentar a la selección. Entonces, la cocina argentina, ese "artefacto histórico bien fundado" (diría Pierre Bourdieu parafraseando a Emile Durkheim), existe porque lo que existe es el principio mismo de demarcación: esto sí y esto no. Una convención, un modo de organización social cuyas costuras se ponen del revés y desaparecen, un lenguaje compartido y reconocible por todos los participantes de la conversación. Existe porque hay un acuerdo previo y externo consumido como "hecho natural" sobre lo que es nacional y sobre lo que no lo es. Que un chorizo entre dos trozos de pan sea "patrio y noble" y que un medallón de carne picada entre dos trozos de pan sea "global y amenazante" es una afirmación experimentada como cotidiana. Por eso, cuando llega el momento de preguntarse sobre la cocina criolla y concluir su aspecto heredado, el punto de partida suele ser la nacionalidad como suceso necesario, como destino: tengo una nariz, dos orejas y una nación.

Acaso en cincuenta años, tal como sucedió con el criollismo y las costumbres gauchescas, se reivindique la "hamburguesa argentina" de Burger King o el "menú porteño" de McDonald's como las más acabadas muestras de gastronomía nacional. Pues la cocina criolla se trata, a fin de cuentas, de un invento que se reinventa día a día.

Ignorarlo –diría Douglas– puede resultar altamente peligroso.

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